MIRAR AL PASADO
Por Cristina de la Torre[1]
A propósito del retorno de algunos países latinoamericanos al Estado intervencionista, descalifica Rudolf Hommes a quienes “desempolvan” un “estatismo” cuyas virtudes no se habrían manifestado en el pasado y hoy promueve nacionalizaciones injustificadas o un manejo populista de la economía.
Mentor de la apertura económica que se introdujo en Colombia desde 1990, el ilustre economista peca por omisión y por confusión (deliberada?) de procesos. Por omisión, pues calla frente al papel modernizador del Estado promotor del desarrollo en buena parte de la región durante el siglo XX. Y por intentar desorientar a la opinión al catalogar como populista a todo cuanto se aparte del mercado.
Olvida él que, gracias al Estado intervencionista, se encaminó América Latina hacia el desarrollo, a contrapelo de oligarquías que se contentaban con exportar alimentos y materias primas, mientras manejaban la cosa pública como cosa propia.
La modernización despuntó en los años 30, alcanzó su cima con el modelo de la CEPAL y, a mediados de los años 70, entró en agonía. Por dificultades políticas, falta de flexibilidad institucional y, a menudo, corrupción, es cierto. Pero, sobre todo, por obra de las dictaduras del Cono Sur, que se prestaron para desindustrializar a Chile, Argentina y Uruguay y contribuyeron a preparar el camino para extender la receta al resto del continente.
Estado de compromiso se llamó en estas latitudes al Estado social que los países desarrollados habían adoptado en Europa occidental y Norteamérica. El modelo se asocia al intervencionismo del poder público que rompe el principio liberal de la autonomía del mercado como principal agente regulador de la economía, pero sin negar la libre empresa. Busca, a la vez, controlar la marcha de la economía y condiciones de vida decorosa para todos. Lo mismo persigue el crecimiento económico que la redistribución del producto. En régimen de economía mixta, planifica concertando con los sectores organizados de la sociedad.
El Estado social fue en Europa hechura de la socialdemocracia, producto democrático de transacción entre capitalismo y socialismo. Aquí, la transacción fue entre el viejo poder hacendario y elites modernizantes. Su producto fue el reformismo liberal de un López Pumarejo en los años 30, primero. Y, luego, la industrialización por sustitución de importaciones promovida por un Estado que desplegaba a la par funciones sociales de beneficio común. Hasta mediados de los 70, cuando el laissez-faire comenzó a levantarse de su tumba, para reinar hasta nuestros días blandiendo el dogma inapelable del mercado.
Verdad es que los logros de la CEPAL no constituyen la panacea. La dinámica industrializadora no aseguraba, por sí sola, un mejoramiento general del nivel de vida. Y, de otro lado, las políticas sociales del Estado apenas mitigaban las inequidades de sociedades que no lograban sacudirse el lastre de jerarquías y abusos que venían desde la colonia. Muchos de los cuales perduran aún hoy. Con todo, comparado con el modelo que vino a suplantarlo, el de la CEPAL exhibe resultados y enfoques de economía política que merecen estudiarse con cuidado.
Pero nuestro columnista no sólo omite esta historia sino que parece cohonestar la tendencia que funde en uno solo el modelo de desarrollo de la CEPAL con el modelo populista. Malévola asociación de términos que el propio Raúl Prebisch, cabeza de la CEPAL, repudiara en su momento. Acaso por confundir a la opinión, también ahora acuden a ese expediente perverso quienes califican de populista todo cuanto no favorezca al mercado donde los oligopolios hacen su agosto.
Nacionalizar el transporte, la industria eléctrica, las telecomunicaciones, los recursos energéticos fue pan de cada día dondequiera que se montó la infraestructura del desarrollo y se le encomendó al Estado el deber de preservarla del interés privado. Ocurrió en Europa, en el Sudeste Asiático, en América Latina.
Sorprende el escándalo que, por ejemplo, la recuperación del petróleo para Venezuela suscita en las filas de los privatizadores. Como si el vecino país no hubiera nacionalizado este recurso precisamente siguiendo los pasos de Colombia que así procedía en los años 60, y montaba ECOPETROL, la empresa pública más rentable del país.
No sobraría volver los ojos hacia el modelo intervencionista. Si no para revivir el Estado social tal como se dio antes de verse desplazado por el arquetipo neoliberal, a lo menos para intentar el ejercicio de evaluarlo y entresacar de allí elementos útiles a la discusión de alternativas al modelo que rige. Vale la pena, a veces, mirar al pasado. Aunque no a un pasado tan remoto como el del liberalismo rudimentario de Manchester, cuyo fracaso en su nobel reedición no se atreven a negar ni sus más apasionados defensores.