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Verdad e historia no oficial

Se sale Álvaro Uribe de la ropa ante las víctimas, como ocurrió este domingo en el Congreso. Y denigra de la Verdad que atisba, porque ésta derrumba su historia oficial del conflicto: le arroja toda el agua sucia a las Farc y salva de responsabilidad a uniformados, a mafiosos y políticos, a empresarios que lo financiaron voluntariamente. No para defenderse del secuestro y la extorsión —como sucedió a la mayoría de ellos— sino para forrarse de oro y poder, al calor de una guerra que cobró la mar de muertos, desapareció por la fuerza a 60.630 civiles (¡!), desintegró la vida de millones de colombianos y les rompió el alma. Para paliar las secuelas del sufrimiento extremo y darle veracidad a nuestra historia, no basta con rescatar la memoria de las víctimas; se impone además la verdad narrada y reconocida por sus victimarios de todos los colores.

Al lado de Justicia y Reparación, dos decretos dan vida plena a la Jurisdicción Especial de Paz que tortura al expresidente. Uno, crea la Comisión de la Verdad; otro, la Unidad de Búsqueda de Desaparecidos. Se propone la primera conocer los crímenes de la guerra, registrar los estragos causados a la democracia, desentrañar las raíces del conflicto y reconocer la responsabilidad de sus actores. Si capotea a quienes quieran convertirla en instrumento de venganza, la Comisión de Paz será receptáculo de las voces acalladas de la guerra; y de las desinhibidas que reconozcan las infamias perpetradas por mano propia. Con alarde de sevicia que duele describir, menudearon aquí masacres, secuestros, desapariciones, mujeres convertidas en arma de guerra por violencia sexual y actos de terror contra la población civil, a la que todos los contendientes convirtieron en prolongación del enemigo.

La mayoría de masacres corrió por cuenta de paramilitares, a menudo con el solapado consentimiento de miembros del Ejército. Cuando no andaban éstos en faena de falsos positivos. Montaron los paras en la finca La 35, Antioquia, una de sus “escuelas de descuartizamiento” de personas vivas. A las Farc y el ELN se atribuye el 90% de los 29.879 secuestros habidos entre 1970 y 2010. El secuestro obró también como arma contra rivales políticos. De estas víctimas 50,8% fueron liberales; 29,8% conservadores; 15% de otros partidos, y 4,5% de izquierda. Entre los actos de terrorismo de las guerrillas, horrorizan los 80 incinerados de Machuca, localidad que estalló en llamas cuando el ELN dinamitó allí el oleoducto.

Soldados y paras cargan con casi todos los desaparecidos, cuya cifra más que duplica en esta democracia la habida en todas las dictaduras del Cono Sur. Copia de los nazis, la práctica nos llegó como estrategia contrainsurgente, y todos los actores del conflicto la cooptaron después. Arrojaron los paras miles de sus desaparecidos a fosas comunes, a los ríos, a hornos crematorios. En San Carlos, municipio de 25.000 habitantes reducido por la huida a 5.000, una mujer expresó: “Se sabía que cuando uno [de nosotros] desaparecía, iba muriendo despacitico toda la familia”.

Las audiencias públicas de la Comisión de la Verdad serán escenario de catarsis colectiva. Muchas víctimas lograrán, por fin, elaborar su duelo petrificado en el olvido; vencer el silencio impuesto por el que disparó o por el que ordenó disparar. Terminado el conflicto, llegó la hora de las víctimas: suyo es ahora el derecho de hablar, de reclamar y exigir la verdad. Y la suprema libertad de perdonar. En los tres años que se avecinan, la Comisión permitirá no sólo conocer la Verdad sino reconocerla. A partir de la gama entera de verdades que emitan todos los implicados, su informe final será vital para una historia no oficial de la guerra.

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