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ÁGORA CRIOLLA

Por Cristina de la Torre


No es un ardid, es un modelo. Un libreto estudiado y calculado, diría en aguda observación Rafael Pardo, refiriéndose a la habilidad del presidente Uribe para resolver a su favor las crisis y amenazas que lo asechan. En las llamadas democracias de audiencia, donde los medios de información protagonizan la acción, todo acto de gobierno se apoya en un control riguroso de la opinión.

Diríase que nada nuevo hay bajo el sol. Ya Hitler y Stalin, cada uno en pos de su propio fin, habían llevado a la apoteosis el despliegue de la propaganda política como medio de manipulación y control de los gobernados. Pero hoy, cuando partidos y programas van cediendo el paso a expertos en comunicación que pasan por caudillos, no se trata apenas de convertir la política en espectáculo para seducir a la masa. Se trata de lograr que piense menos, lo más parecido posible, y reaccione con más agilidad a los apremios políticos de cada día, al ritmo de sus emociones primarias. En cristiano, somos presa de la demagogia.

Cierto que por obra de la radio y la televisión, la discusión de los problemas se desplaza hacia el público mismo. Humberto de la Calle destaca el poder de la W para “potenciar el lenguaje de la gente como factor importante en la toma de decisiones públicas”. Concedido. Pero de allí a pensar que la radio puede constituir una especie de Agora moderna, media un abismo.

El “lenguaje de la gente” casi nunca es expresión genuina de lo que ella piensa y siente. Resulta a menudo del propio poder de inducción de los medios. Y sobre éste cabalga el populismo refrendario, que pesca en el río revuelto de sociedades desorganizadas y maleables. El Presidente pone a los medios a hablar de lo que él quiere, y a la gente a reaccionar en consecuencia. Suya es la iniciativa, suya la audiencia. Encarna al líder de nuestros días, en buena medida confeccionado al calor de reflectores y micrófonos, imagen rediviva del iluminado que hoy los medios potencian hacia territorios más vastos.

A configurar este cuadro contribuye el fetiche de la democracia directa. En nuestras sociedades de masas, dominadas por los medios y cuyas formas organizadas han sufrido el embate de un modelo que procura debilitar al Estado y desactivar a la sociedad civil, la democracia directa no puede ser sino refrendaria. Contra lo esperado, en ella se sacrifican las formas más calificadas de participación política, pues reduce, deforma o elimina los escenarios de deliberación, control y decisión política. Termina por uniformar la opinión y por movilizar a la sociedad alrededor de un hombre providencial, el César postmoderno.

La política deriva en mística entrega de la voluntad popular a un personaje que puede terminar gobernando sin Dios y sin ley. Peligroso avance hacia la democracia del aplauso. Porque considera que el consenso puede legitimar cualquier abuso y que el disenso resulta, de suyo, amenazante. Tal como se vio en el referendo de 2003, cuando se quiso asimilar a terroristas a quienes se oponían a la iniciativa del gobierno.

No todo ensayo de democracia directa sirve a la democracia. Los consejos comunitarios del presidente Uribe parecen diseñados para servir sólo a la imagen de un mandatario que reasigna partidas del presupuesto a título personal. Melancólica réplica del Agora griega, cuyo propósito medular consiste en que los medios registren la escena, durante horas, en vivo y en directo, pues a los asistentes se les ha privado de todo poder. Derechos reducidos a cristiana largueza sobre pequeñeces de parroquia.

Si el presidente Uribe es maestro en democracia de audiencia, acaso ello se deba también a que el modelo viene como anillo al dedo inquisitorial de su personalidad. Desafiante, responde a la fantasía de poder de un pueblo que hacía rato añoraba jefe. Y, si vulnerable, su dominio de las cámaras le permite presentar las pequeñas vanidades como fuerza de carácter.

Refinada técnica de propaganda la de este populismo envolvente, capaz de trocar la astucia en heroísmo y, en santidad, la ambigüedad frente a excesos que cualquier democracia conjuraría sin vacilación.

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