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EL CLIENTELÍSMO AYER Y HOY

Por Cristina de la Torre


Al calor del clientelismo armado se formaron nuestros partidos en el siglo XIX. Entonces los hacendados lucían charreteras y subordinaban a la peonada tendiéndole una mano paternal mientras le apretaban el cuello con la otra. Los labriegos de aquellos ubérrimos y sus familias obraban a la vez como fuerza laboral, cauda electoral y contingente armado para librar las guerras del patrón que así afirmaba su hegemonía en provincia y apuntaba al poder del Estado central.

Ahora los señores de la guerra, en alianza con políticos y narcotraficantes, rescataron de sus cenizas el modelo. Si en estas elecciones no exhibieron sus fierros y permitieron que las FARC monopolizaran el asesinato de candidatos, no fue por un acto de contrición. Es que ya no lo necesitaban. Dueños del poder en la tercera parte del país, de los contratos oficiales y los fondos públicos, dueños del miedo de las gentes, les bastaba consolidar con votos comprados o arrancados mediante amenazas las posiciones conquistadas por las armas; máxime si sabían que los cinco mil hombres que se han rearmado de los paras desmovilizados configuran una retaguardia bien avisada y atenta al negocio de la droga y al de la política.

La involución al siglo XIX que presenciamos hoy tiende un manto de olvido sobre la evolución del clientelismo en el siglo XX. Este recogió de sus entrañas las relaciones de lealtad, el sentido de reciprocidad que animaba el intercambio de favores entre patronos y clientes. Suministraban aquéllos los servicios que el Estado por ineficiencia no prestaba o prestaba mal, y los segundos aportaban su voto. Lejos se estaba de las democracias liberales que acompañaban a los capitalismos de Occidente. Y de los populismos redistributivos de América Latina. El clientelismo fue nuestro modelo político. Mecanismo eficiente de integración a la política, de cooptación del descontento, de cierta promoción social y reconocimiento cultural en un país que mezquina el ascenso de los menos pudientes.

Con el desarrollo económico y el Frente Nacional, el clientelismo de lealtades políticas y personales se vio suplantado por un espíritu pragmático y utilitario que empezó a emparejar a jefes con “tenientes” políticos de barrio. Conforme ganaban éstos independencia frente a sus superiores en la pirámide clientelista, perdía eficacia la cooptación como medio para apaciguar a los rivales. Ascendieron los tenientes a capitanes y, luego, a coroneles. Dueños ya de su propio electorado, podían negociar posiciones de poder con el notablato local o con el mejor postor. Naufragaban las lealtades de partido y se esfumaba, así, el factor que le daba al clientelismo estructura y permanencia. La fusión de los partidos en los sucesivos gobiernos del Frente Nacional borró las fronteras que los separaban, lo que alegró la feria de deslealtades políticas, entronizó la filosofía del sálvese quien pueda en el mercado electoral, y comenzó a sacar la cabeza el principio de limitar la corrupción a sus justas proporciones. El eclipse de las jefaturas naturales marcaría el principio del fin de los partidos políticos.

Con el individualismo “moderno” que inspiró la Carta de 1991; con su crítica aristocratizante del clientelismo, de la clase política y la democracia representativa; con su exaltación de la democracia directa que en nuestro caso no podía resultar sino refrendaria; con su demagogia descentralizadora que asignó recursos a las regiones pero descuidó el control central de los mismos, los partidos se atomizaron, entraron en agonía y el clientelismo derivó en veleta de los nuevos vientos que soplaban. Dejó de ser eje de partidos, canal de ascenso social y de rotación de elites políticas. El narcotráfico y las mafias lo colonizaron, para convertirlo en plataforma de asalto de la economía y la política local, regional y nacional. Fue subsidiario del poder militar de nuevas elites, que no pecan por nuevas, sino por gestarse lo mismo en la compra de votos que en el fraude electoral o el asesinato en masa.

Seguimos a la espera de que el presidente Uribe rechace de viva voz y con la pasión que le es propia, no ya los cincuenta votos comprados que quiso endilgarle a Samuel Moreno, sino los varios millones de votos con los que el nuevo clientelismo armado ha contribuido a llevarlo dos veces al solio de Bolívar.

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