COSAS DE MUJERES
Cristina de la Torre
Tras medio siglo de voto femenino en Colombia, nuestras mujeres no descuellan en particular como políticas ni por las luchas "de género" que las feministas promueven.
Valen, más bien, por el callado heroísmo de enfrentar sin alardes los desafíos del diario vivir cuando todo parece conspirar contra ellas. Y porque son ellas las primeras en poner la cara para defender la vida, manoseada por pragmatismos y vanidades de celebridades que, ya en Venezuela, ya en Colombia, presumen de estadistas sin ofrecer a sus pueblos horizonte ni futuro. Incapaces de emular a doña Clara de Rojas, personificación de inteligencia, pundonor y valor, se reducen ellos a políticos de oportunidad que sacrifican las razones del corazón al vértigo del poder bruto. Olvidan, precisamente, la carga política que en nuestros días se le reconoce al principio humanitario.
En todas las democracias siguen las mujeres luchando por salvar distancias entre leyes que consagran derechos iguales para hombres y mujeres, y una cultura tarda y remisa que confunde todavía diferencia con inferioridad. Pero en Colombia la paradoja resulta dramática. Doña Clara representa el agudo contraste de un país en guerra a cuyas crueldades responden muchas mujeres con brazo firme, pero donde no ceden la discriminación, la exclusión, la violencia contra ellas. Desapareció de nuestros códigos el ominoso articulito que autorizaba el asesinato de la mujer por su marido, si se hallaba éste “en estado de ira e intenso dolor”. Mas, en la práctica, siguen la ira y el intenso dolor avasallándola. Leyes como las de paternidad responsable y despenalización del aborto allanan el camino hacia la igualdad de derechos. Claro. Menos lo logra la legislación que protege a mujeres y niños de la violencia en familia, ni la llamada a garantizar igualdad de oportunidades y de remuneración en el trabajo. Leemos en la prensa que a Gleidis Durán le cogieron 47 puntos en pleno rostro tras un ataque de su compañero con el pico de una botella. Salió él de la cárcel antes de que ella abandonara el hospital. Sofía Pérez, empleada de aseo, fue violada por su padre desde los cuatro años; el marido la cela hoy con el argumento de que ya desde niña era coqueta y, por lo tanto, culpable de que su propio papá no pudiera controlarse. Que se sepa, en Colombia han sido violadas 722 mil mujeres, a manos de familiares, amigos o vecinos. En el 85% de los casos de lesiones por maltrato de pareja, la víctima es la mujer. Una verdadera revolución silenciosa se produjo en Colombia con la incursión masiva de las mujeres en fábricas y universidades. Su participación en el mundo laboral pasó del 19% en 1950 al 55,8% en 2000. La desaparición de la brecha educativa y ocupacional entre géneros no redunda, sin embargo, en salario igual por trabajo igual. Entre profesionales, ellas ganan 30% menos que ellos. Además, crece la participación femenina en el mundo laboral, paro aumenta a la par el número de mujeres cabeza de familia. Es decir, de las que cumplen al menos dos jornadas de trabajo cada día. Las estadísticas engañan: según ellas, mientras el 92% de los hombres trabaja, apenas el 60% de las mujeres lo hace. La verdad es que no se pagan los servicios domésticos, ni de protección y educación de la prole que la mujer asume. No se reconoce la “economía del cuidado”, ni se remunera. Como en todas partes, las colombianas incursionan de lleno en la política, con la consagración del sufragio femenino. Pero han de enfrentar un mar de dificultades y obstáculos. No se crea, empero, que sean por ello inferiores a sus colegas varones. Con el mismo arrojo de Piedad Córdoba para lidiar por un acuerdo humanitario, Cecilia López persigue un nuevo modelo de desarrollo, Martha Lucía Ramírez lucha por una base respetable de ciencia y tecnología y Gina Parody enfrenta la corrupción y el paramilitarismo. No han llegado ellas al Congreso por ser mujeres, sino por ser capaces, meritorias y combativas. Las demandas de las mujeres no son cosa de mujeres; traducen problemas de interés general. Exclusión, discriminación y violencia son problemas públicos que la democracia resuelve extendiendo hacia los afectados —esta vez las mujeres— todos los derechos y la protección del Estado. Tampoco es cosa de mujeres la batalla que doña Clara libra. A ella la acompañan millones de corazones masculinos que han sabido sacudirse el mito de que los hombres no lloran, baluarte de tanto bravucón que pasa por político.