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TAMALES Y TEATRO

Por Cristina de la Torre


Ante el Festival Iberoamericano de Teatro, con obras de primer orden en el mundo, las artes escénicas de Colombia parecen desvanecerse en sombras. Y no es que la creación universal conspire contra lo propio. Lo nuestro, cuya era dorada debutó con la incursión del teatro moderno en los años 60, zigzagueó su propia historia y muchos piensan que ahora anda en capilla. Un Berliner Ensamble, una Royal Shakespeare Company, un Peter Brook dejan expósito, por contraste, el estadio final de nuestro teatro en este medio siglo.

El teatro colombiano navega hoy en tres direcciones: una, experimenta formas y lenguajes a la búsqueda de una dramaturgia autóctona, con olvido de los autores que vencieron los siglos y la geografía. Abundan en ella audacias de mochila pero sin un genio capaz de depurar propuestas y volverlas arte. Un segundo bloque, el de los grupos profesionales de elevada factura estética que lograron remontar la crisis, como La Candelaria y el Teatro Libre, alternan obras clásicas y de vanguardia. Pero la avalancha, fácil, lucrativa, es la del teatro comercial; involución al vodevil que dominó la escena en los 40, aunque con el toque de los nuevos tiempos: revista musical, reality show y telenovela llevada a las tablas, mientras los grandes actores de teatro, cansados de privaciones, emigran hacia la televisión. Entre los talentos que debieron abandonar el escenario, duele el caso de Gustavo Angarita.

Acaso recuerde él los tiempos del teatro El Buho, hacia finales de los 50, cuando se pasa del teatro de aficionados al profesional. Llegan a formarse doce grupos estables, a la altura del mejor teatro argentino y chileno. Enrique Buenaventura, Santiago García, Carlos José Reyes, Jorge Alí Triana, Ricardo Camacho crean escuela, y un movimiento que arranca de su aldea al teatro colombiano. A ello contribuyó –y de qué manera- el Festival Internacional de Manizales. El teatro universitario crece como la espuma. Se agita por entonces el mundo desarrollado contra el industrialismo, la guerra de Vietnam y el Estado autoritario, y por la revolución del Ché en América Latina. En rara simbiosis de contracultura y revolución cultural china, aguijoneado por el imperativo del arte comprometido en un país de desigualdades sin nombre, nuestro teatro se vuelve panfleto. Convierte la estética en consigna política, y las obras de autor en “teatro burgués”.

Se impone la creación colectiva como camino único para explorar nuestras raíces y problemas. Pero esta técnica, sin suficientes directores y dramaturgos que le dieran norte y vuelo estético, enemiga del teatro de repertorio, derivó en polvareda de pequeños narcisismos. Una virtud habría de reconocérsele: la ruptura con el pasado que oprime, pero mientras ofrezca el relevo de la norma consagrada. Pueda ser que entre tanto iconoclasta se vaya dibujando un horizonte nuevo, capaz de redescubrir, también, la universalidad de La Marquesa de Yolombó de Carrasquilla y el colombianísimo sabor del Tartufo de Molière.

La epifanía del Iberoamericano nos reafirma como país de contrastes. Mientras el teatro colombiano ensaya salidas para construir una dramaturgia nacional, el público brinca de la comedia ligera a lo más granado del teatro mundial. Mas, algo deja el contacto con este festival. Del laboratorio de experimentación frenética van surgiendo propuestas sorprendentes como la de Patricia Ariza, o las de los grupos Matacandelas y L’Explose.

En suma, si de arte se trata, perseguir lo propio implica derrotar el parroquialismo disfrazado de postmodernidad. Algo va del tamal y el vallenato al Gran Teatro de todos los tiempos.

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Emociona el masivo pronunciamiento de la sociedad contra la violencia y en apoyo de los millones de víctimas abandonadas del Estado. Menos numerosa esta movilización que la de febrero, pero más calificada: aparecieron en ella los dolientes de carne y hueso y se atrevieron a gritar que ya no aguantan más. Y Uribe ahí, ausente.

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