LA SILLA VACIA DEL CARDENAL
Por Cristina de la Torre
Medellín, 26 de agosto de 1987. La multitud se agolpa frente a la iglesia de Santa Teresita. Al tímpano de los últimos manifestantes apenas llega el eco del coro de la Universidad de Antioquia que canta misa de requiem por el catedrático y defensor de los derechos humanos, Héctor Abad Gómez. Acaba de morir a manos de paramilitares, al lado de su amigo, profesor también, Leonardo Betancur. Mientras el cuerpo acribillado de Abad yace a las puertas del sindicato de maestros de Antioquia, el asesino caza a su segunda presa, tras una carrera infernal, en la última baldosa del largo corredor de aquella casa, y desocupa sobre ella todo el cargador. La ceremonia religiosa tiene lugar por encima de la orden inapelable del entonces Arzobispo de Medellín, Monseñor López Trujillo. En acto de hipocresía milenaria, no bien expresa el purpurado su pésame a la hija mayor de Abad, opone todo su poder para impedir que se le rinda homenaje religioso a un “comunista” que “no va a misa”.
Ofensa mayor si se recuerda que por aquella época el tonsurado hacía la vista gorda frente a curas suyos que se hacían retratar con Pablo Escobar, acolitaban la Medellín sin Tugurios de aquel cartel y le recibían plata para sus obras “de caridad”. Historia pública jamás desmentida por los implicados, que no le impidió a López Trujillo increpar al ex-presidente Pastrana por salir fotografiado con Tirofijo, “el criminal más grande del mundo”.
Ilustra este episodio, no sólo la doble moral de cierta jerarquía eclesiástica, sino la postura de quienes encarnaron la violenta reacción de la Iglesia contra el compromiso con los pobres que había afirmado el concilio Vaticano II. La Teología de la Liberación representó esta corriente que revolucionó a la Iglesia y, a partir del Celam de Medellín en 1968, se extendió como pólvora por América Latina. Miles de sacerdotes se volcaron a las comunidades de base, en la convicción de que la pobreza es un pecado social y que, sin justicia, no hay evangelio posible. El auténtico socialismo –decían- es el cristianismo vivido a plenitud.
Pero no podía sacudirse impunemente a la pétrea institución de Roma. Menos aún si este cristianismo socializante se desplegaba en medio de dictaduras y regímenes de fuerza. Entre 1964 y 1978, 41 sacerdotes fueron asesinados, 11 desaparecieron, 485 fueron encarcelados, 46 torturados y 253 expulsados de sus países. Miles de laicos activos en estos menesteres fueron asesinados. La opción por los pobres había derivado en pública confrontación entre curas y obispos. Juan Pablo II atacó a los curas de base por atentar contra la unidad de la Iglesia, la intangibilidad del dogma y la moral cristiana. Hasta cuando López Trujillo, aliado del Papa y del entonces Cardenal Ratzinger, hoy Benedicto XVI, se tomó la conferencia del Celam en Puebla, en 1979. Y fue otro cantar.
Fue una sacudida neoconservadora de la Iglesia que invirtió el signo político de la doctrina y reconquistó el dominio sobre la moral privada. Por encima del Estado laico, volvió la Iglesia a metérsele al rancho a la gente. Y a la cama. La rabiosa intolerancia contra quienes no hincan la rodilla ni conocen el incienso se proyectó como condena irrestricta del condón, del aborto, del matrimonio civil (heterosexual u homosexual). López Trujillo blandió el báculo de la excomunión y del extrañamiento. Así llegó a Roma, para aplicarse a la Congregación para la Doctrina de la Fe –conocida antes como de la Inquisición- y, después, al Consejo para la Familia. Al morir, hace dos semanas, había acumulado un poder enorme, más aconsejado por la astucia y el pragmatismo que abre caminos a codazo limpio que por la humildad de un discípulo de Cristo. Atavismos gestados siglos ha, para dejar ahora la silla vacía. Silla de oro, vaticana, antípoda del rústico asiento donde recibe el desgalonado obispo Fernando Lugo, viejo practicante del cristianismo asociado a los humildes y hoy Presidente de Paraguay, para rabia de dictadores y rivales de la Teología de la Liberación.
No se quedó callado López Trujillo por el asesinato de Héctor Abad. Antes bien, hizo cuanto pudo para prolongar el odio de sus asesinos hasta el momento mismo del funeral. Pueda ser que a la jerarquía de la Iglesia se le ocurra hoy alertar a tiempo sobre las amenazas que se ciernen contra la vida de otro demócrata cuyas investigaciones han resultado cruciales en el proceso de la parapolítica: León Valencia.