ANTIPOLITICA Y POLITIQUERIA
Por Cristina de la Torre
Gran beneficiario de la agonía de los partidos, al Presidente le servirá este vacío de poder organizado para paliar la crisis de legitimidad que el yidisgate le reporta y para consolidar su proyecto de derecha. Que sólo el 10% de colombianos confíe en los partidos y más del 80% simpatice con Uribe, le permite amenazar con disolver las colectividades uribistas, o bien acudir a ellas para hacerse re-reelegir. Así conservar la mayoría parlamentaria implique hundir el proyecto de la silla vacía, que limpiaría al Congreso de parapolítica. Pragmatismo sin escrúpulos que Uribe no vacilaría en aplicarle a Sabas Pretelt, si tuviera que sacrificar al amigo por salvar responsabilidades en la compra del voto que lo mantuvo en el poder. Por cosas parecidas juzgan a Fujimori en una democracia vecina.
En el origen de la crisis de los partidos está el trueque de la lucha política por el muelle acomodamiento de liberales y conservadores en el poder compartido durante tres décadas, sin oposición, sin control y con todas sus secuelas de corrupción. Pero está también la campaña de descrédito contra los partidos que la constitución de 1991 ambientó. So capa de erradicar el clientelismo, en la disyuntiva efectista de “manzanillos o ciudadanos”, deslumbrados por la utopía de la democracia directa, aquellos constituyentes abonaron el terreno de la antipolítica, y ésta se resolvió en caudillismo. Versión nobel de aquel espíritu vindicativo sería la bandera de campaña del Presidente Uribe “contra la corrupción y la politiquería”, poco meneada hoy por razones que saltan a la vista.
Pero además la Carta del 91 adelgazó el Estado y desplazó el poder hacia los tecno-políticos, a quienes confió el manejo de la política económica y de las finanzas públicas. La Junta del Banco de la República es una rueda suelta que monopoliza, omnipotente, las decisiones vitales del país y a nadie rinde cuentas. Así, el pastel económico, corazón de cualquier programa político que se respete, se les arrebató a los partidos. Y el Estado, otrora empleador de cuadros de partido, se redujo a su mínima expresión, mientras el modelo económico negaba la creación de empleo.
¿Cómo no habrían de entrar en crisis los partidos si nada podían proponer en materia de desarrollo; si, por añadidura, la cultura política, en principio función suya, se desplazaba hacia la radio y la televisión; si a los partidos se les relegaba apenas la política social, ya incorporada al Estado moderno, y sobre la cual no caben diferencias sino de matiz, de grado o de énfasis? ¿Cómo no habrían de periclitar si durante años se toleró el proceso que transmutaba el clientelismo regional en clientelismo armado, para solaz de los señores de la guerra? Grave. Sin partidos no hay democracia.
Alvaro Uribe cabalga sobre el nuevo modelo y lo potencia como populismo. El afirma su proyecto político en el ascendiente que deriva de brindar seguridad y de consejos comunales que parodian democracia directa porque se brincan a los partidos y al Estado. A ello contribuyen las Farc, cuyos crímenes seguirán justificando una política de seguridad cada vez menos democrática. Como lo corrobora la amenaza del Ministro Holguín de “exterminar” al enemigo, cuando la categoría de enemigo puede abarcar también a la izquierda legal, a la búsqueda de una polarización fundamentalista de probada eficacia electoral. Oscuro expediente que rubrica la estrategia de Alvaro Uribe. No parece ella orientada a la formación de un partido sino al desarrollo de un movimiento de masas arrebatadas por la reciedumbre del caudillo. Inquietante afinidad con el mesianismo y el odio a los partidos que profesaron Primo de Rivera y Mussolini.