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SANTOS: HERENCIAS QUE MATAN

Cristina de la Torre


No, el 30 de mayo no desaparecieron los partidos tradicionales. Ya ellos venían subsumidos en el viscoso caldo de la U y sus yerbitas de parapolítica y conservadurismo rancio. Ahora, disueltos en flamante Unión Nacional, no les quedará sino el rótulo. El plebiscito pro Uribe de la votación por Santos no hizo sino precipitar la estampida de politicastros hacia las toldas del triunfador. Era la resaca. Honrando antiquísima costumbre, Santos llamó a manteles con su campanita de puestos y contratos. Marrana se servía. Acezantes, concurrieron al banquete haciendo venias, mientras Uribito y Rodrigo Rivera, de librea y corbatín, acomodaban a los comensales. Sus jefes, Rafael Pardo y Noemí, contemplaban con horror el espectáculo. El liberal venía de librar con brillo y honradez una batalla preñada de traiciones. Demasiado líder para tan poca cosa. Excepción hecha de Juan Fernando Cristo, Cecilia López, Juan Manuel Galán y Piedad Córdoba, que no fueron al convite y convocaron a la abstención. Por su parte Noemí, vencida, debió soportar sobre el peso de la derrota la abyecta bota de Uribito. En vez de la mano tendida, la humillación.

Santos no hereda sólo la misión de avasallar a los partidos, en particular al liberal, pues en la era uribista el conservatismo ha sido el de los puestos y rey de la iniciativa ideológica. También habrá de consolidar el poder político que en estos años conquistaron los nuevos contingentes de la sociedad que emergieron al calor del narcotráfico. Que ha empezado ya la tarea lo indica la discreta complacencia con que Santos acepta los votos del PIN y los de personajes investigados por parapolítica o relacionados con ella. Como César Pérez, Dilian Francisca Toro, Zulema Jattin o los sucesores de García, el condenado a 40 años por la masacre de Macayepo.

Y, sin embargo, oh sorpresa, cinco millones de colombianos votaron el 30 de mayo contra la corrupción y la república clientelista que este 7 de agosto concluye su jornada más impetuosa. Revuelta inesperada de la sociedad que pide a gritos frenar los crímenes de Estado y el pillaje sobre el erario público y la mentira y la trampa y la matonería y el encarnizamiento del Gobierno contra la Justicia. Santos, simplemente, no podrá ignorarlos. Ni podrá desconocer la nueva realidad política: se ha formado en Colombia un amplio campo de oposición donde se afirman un partido de izquierda democrática, el Polo; un movimiento de protesta ciudadana, la Ola Verde, llamada a organizarse y a crear un programa que la interprete como opción de centro. Y, claro, los millones de colombianos que militaron con las exigencias de cambio en boca de Vargas Lleras, Pardo y la propia Noemí.

No será fácil concertar entre fuerzas distintas para ofrecerse como alternativa de poder y ejercer control político sobre el Gobierno. Dígalo, si no, la noneada de Mockus a Gustavo Petro cuando éste le ofreció, en carta generosa y honorable, cinco puntos para discutir en público, en la perspectiva de un acuerdo programático que no alienaba la independencia de nadie. Propuso luchar por suprimir la influencia de la mafia en el Estado; por hacer justicia en crímenes de lesa humanidad y cesar hostigamientos al poder judicial; por devolver su tierra a los desplazados; por el respeto a la soberanía nacional, así como a la salud y la educación, que son derechos humanos fundamentales. Por convicción, sin duda, prefirieron los Verdes cultivar simpatías más bien entre el uribismo que ha dado en llamarse “decente”. La novedad providencial del nuevo mapa político augura un gobierno de partido y partidos de oposición. Un paso de gigante hacia la ampliación de la democracia. Santos tendrá que escoger entre recibir sin chistar las herencias que matan o dar el viraje que el país espera.

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