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EL AGUA, UN DERECHO

Por Cristina de la Torre


Se vinieron desde Candelaria, Valle, se plantaron en la Plaza de Bolívar y, encadenados, gritaron el reclamo de su gente. De allí no se irán sino con la garantía de que a su pueblo llegará agua potable. El gesto desesperado del Concejo en pleno de ese municipio empezará a replicarse en otras 209 cabeceras municipales que padecen idéntica carencia. Porque también el agua –bien que la naturaleza prodiga para todos- se volvió negocio. Como la salud. Se calcula que en 2025 el 70% de los colombianos no tendrá agua o la recibirá con enormes dificultades. En la misma proporción aumentará la falta de acueductos. Paradoja abrumadora en un país cuyo potencial hídrico es siete veces el del promedio mundial, pues se encuentra entre las dos últimas reservas de agua dulce del planeta, los Andes y la Amazonia.

Los países ricos, abocados a la escasez del recurso, convierten estas reservas, aún desprotegidas, en coto de caza estratégico y en negocio millonario que el Estado colombiano les obsequia. El mecanismo, la privatización del servicio y de los sistemas públicos de acueducto y alcantarillado mediante concesiones hasta de 50 años al capital extranjero, a la manera de las expoliadoras concesiones petroleras del siglo pasado. Desde la Constitución de 1991, la ley 142 de 1994, el proyecto de Ley del Agua de este gobierno y la letra del TLC, en Colombia no se habla ya de desarrollo sino de “confianza inversionista”. La Ley del Agua subordina el derecho al uso de un bien público a cargo del Estado, al interés comercial de las empresas multinacionales. Al amparo del libre mercado, éstas controlan ya los acueductos de Cartagena, Montería y Santa Marta.

Pero la calidad del servicio y del agua no han mejorado. Antes bien, como la privatización conlleva elevadísimas tarifas al usuario, se dispara el número de colombianos que, no pudiendo pagarlas, pierden el servicio. Según Planeta Agua, la empresa privada que opera la planta de Tibitoc factura el metro cúbico por un valor diez veces superior al de la planta que opera directamente el Acueducto de Bogotá. Nuestras tarifas de agua son casi las más elevadas de América Latina. Eso sí, el Estado no sólo satisface la glotonería de esas empresas sino que les costea la infraestructura. Entre 2002 y 2006, invirtió en estructura y subsidios al sector de agua potable y saneamiento ambiental más del 90% del total.

Se han encendido las alarmas. Ambientalistas, trabajadores, usuarios, científicos, casi cien organizaciones cívicas y de base, Defensoría del Pueblo y la Corporación Ecofondo comprendidas, se movilizan en el país entero para reivindicar el derecho a beber agua pura, y gratuita, si no hay con qué pagarla. Se convoca un referendo para elevar el servicio de agua potable a la categoría de derecho fundamental y bien común de los colombianos. Para que el servicio de acueducto y alcantarillado vuelva a manos del Estado. Para garantizarles a todos un mínimo vital gratuito. Para proteger los ecosistemas estratégicos. Para blindar el agua contra la angurria de los negociantes.

Una dimensión crucial del derecho al agua es su suministro como servicio público. Por su ausencia casi total en el Chocó, este departamento condensa toda la hondura del drama. Cuando no mueren sus niños de hambre, mueren como moscas de enfermedades asociadas al consumo de agua contaminada. Y el gobierno ahí, olvidadizo. Presente, sí, para el rito del consejo comunal, donde los compatriotas negros verán, famélicos, al Presidente entonar el himno nacional, la diestra en el pecho, la siniestra en la chequera de la caridad pública. Pero de agua no se hablará. Asunto menor del que se percatará cuando los chocoanos se vengan también hasta la Plaza de Bolívar, con sus cadenas milenarias, a pedir agua.

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