AGUA Y ACEITE EN EL POLO
Por Cristina de la Torre
No es una tragedia. Ni signo de inmadurez. Antes bien, en la convivencia imposible de socialismo y comunismo, de reforma y revolución, la división del Polo despeja el horizonte de la izquierda. Cancela el esfuerzo inútil de juntar agua y aceite. Y define sin lugar a equívocos las dos opciones que prevalecen hoy allí donde gobierna una izquierda moderna: en España y Chile, en Brasil y el Uruguay. En estos países, la socialdemocracia ha conquistado el poder de consuno con otros demócratas, mientras el estalinismo porfía en su sueño del asalto al poder por una vanguardia de iluminados siempre alerta contra las malas compañías.
En Colombia, el Polo debió sumar a aquella disyuntiva ideológica la de cohonestar o condenar los crímenes de las FARC. El declive inexorable de este partido se precipitó hace un año cuando 8 millones de colombianos se volcaron a las calles en grito unánime contra esa guerrilla y el Polo se hizo el desentendido. Contra el querer originario de sus fundadores, empezaba a prevalecer la ortodoxia en ese partido, y el PC, miembro suyo, se permitía justificar en su programa oficial la lucha armada como forma legítima de hacer política.
Ni qué decir tiene la degradación clientelista de la Alcaldía de Moreno. En menos que canta un gallo, la vieja Anapo del General Rojas, el Moir y el PC hicieron mayoría y comenzaron a ejercer como mayoría monolítica. Lucho y Petro, la minoría azotada. En curiosa aleación de favoritismo a la criolla y concentración del poder según usanza de los partidos comunistas, Bogotá derivó en una colmena burocrática que administra una bolsa de corrupción clientelista, versión tropical de la Nomenklatura. Una tal administración no podía sino castrar todo impulso transformador, todo espíritu de lucha y de innovación. Y un partido que así obraba, sin democracia interna y sin controles, terminaba aplastado por la hegemonía de una camarilla. Nuestro politburó.
Por fuera Lucho, y Petro en disidencia, el Polo deberá precaverse contra la tradición de los aparatos comunistas que, sin émulos, terminaron presa de la corrupción. Como en el caso de Ceausescu en Rumania. O convertidos en dictaduras hereditarias, caso de Corea, donde gobierna el hijo de Kim Il Sung y ahora su hijo se prepara para asumir. Habrá de precaverse también contra el espíritu mesiánico de creerse vocero único de la pobrecía pues el resto, Lucho y Petro comprendidos, el sello del pecado sobre la frente, serían “socialtraidores”. Como lo dijera algún dirigente del Polo.
Si todo no va en función del momento electoral, sumando fuerzas para la coyuntura bajo los apremios del umbral y con olvido de un proyecto perdurable, a Petro y Lucho se les ofrece la ocasión privilegiada de liderar la construcción de un verdadero partido socialdemócrata en Colombia. Más allá de la mecánica electoral, podrían catapultar su acto de rebeldía hacia una opción estratégica que redima a las mayorías y les abra un futuro de paz y dignidad. En igual perspectiva empieza a proyectarse el uribismo. Plinio Mendoza se queja de que el Presidente no hubiera creado un partido que le diera soporte a su política; Uribe sería “un gran líder sin partido”. El mismo Carlos Gaviria, Presidente del Polo, juega a dejar un partido consolidado, que no sea flor de un día, “pero con la gente que sigue convencida de (nuestros) propósitos”. Es decir, con la ortodoxia que lo rodea. Enhorabuena. Fórmese un partido uribista, otro socialdemócrata, y consolídese el viejo mamertismo, bien apertrechado en su Biblia y en su santoral: San Stalin, San Fidel, San Mao.