LA TIERRA PROMETIDA
Por Cristina de la Torre
Difícil imaginar con qué saldrá el Gobierno el 30 de junio cuando deba presentar, por orden de la Corte Constitucional, una política de tierras, tras enterrar la Ley de Víctimas que implicaba restitución de fundos a los desplazados. Puerta de entrada a una reforma que redistribuya la propiedad agraria y trace estrategias de desarrollo para el campo, aquella forma de reparación inauguraría el proceso de cambio indispensable para conjurar la violencia. Que el acaparamiento de la tierra está en el corazón del conflicto es verdad archisabida, pero olímpicamente ignorada por oligarquías que se entregan a la guerra antes que arañar su poder. Cuando el coeficiente de concentración de la tierra pasó en 25 años de 0.70 a 0.85 y seis de cada diez hogares en el campo no alcanzan a alimentar a todos sus miembros, viene a la memoria una tesis de Carlos Lleras que le daría a la política de seguridad genuina dimensión democrática.
Sostenía él que la defensa contra una revolución de base rural no era asunto apenas militar sino que requería mejorar las condiciones de vida de los pobres del campo. Puso el énfasis en la pequeña propiedad agraria, más eficiente que la gran explotación agroindustrial, si de crear empleo y redistribuir el ingreso se trataba. Sobre todo si esta agricultura tradicional recibía apoyo técnico y financiero, y si se organizaba en empresas comunitarias. Pero se le vino encima Nacho Vives. El mundo encima. Por boca del demagogo de marras vociferó el latifundismo de la costa, acendrado, inconmovible, desafiante. Envolvió la contraofensiva de los terratenientes en injurias a la persona del Presidente y a éste debieron frenarlo sus amigos, Octavio Arizmendi y William Jaramillo, cuando se encaminaba al parlamento, en mangas de camisa, apretados los puños y los dientes, a darle al agresor su merecido. La SAC ganó la partida. Triunfó su falacia de que, en vez de desigualdad, lo que había en el campo era inseguridad y falta de incentivos a la inversión privada. Resultado, el Estado sólo compró 8.3% de lo que se propuso. Y en 1974, ya sepultada la reforma en Chicoral, sólo 13 mil familias habían recibido tierra, del medio millón que la pedía a gritos.
Todavía perduran los factores que han hecho del campo una tragedia: desigualdad, ambigüedad en la tenencia de la tierra, sentimiento de injusticia, violencia. Y el narcotráfico pervirtió aún más la situación, con su contrarreforma. Tierras mal repartidas, mal habidas y peor usadas, en ganadería extensiva las mejores. Hoy se cultivan 5 millones de hectáreas de 19 millones aptos para agricultura, mientras los campesinos deambulan por campos y ciudades buscando destino, presa del terror y rumiando su venganza. Guerrilla, paras y narcos son los nuevos protagonistas de la violencia en el campo desde 1990. Agregado fatal a la apertura económica de la década, cuando 800 mil hectáreas salieron de la producción, la quinta parte de la superficie productiva, incapaz de competir con la invasión de productos extranjeros que ingresaron con bajísimo arancel o sin él.
Repartir tierras no lo es todo. Se trata de desarrollar el campo, de modernizarlo, de convertir a los campesinos en empresarios, de vincularlos a los grandes productores mediante modelos de asociación y desarrollo productivo que transformen las desventajas del modelo dual en complementariedad para el largo plazo. Para lograrlo, empero, se necesita voluntad política. Así desaparecería el anacronismo de una guerrilla marxista que pelecha por falta de la reforma agraria que toda América emprendió hace marras.