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SEGURIDAD DE URIBE, UN LEGADO GRIS

Cristina de la Torre



Señalar sucesores era cosa apolillada de monarcas absolutos. Cuando no pueden ocupar el trono en carne y hueso, sus herederos de hoy se agazapan tras el ungido elevando a directriz del Estado las que fueron políticas de su gobierno. Buenas, malas o perfectibles, éstas son siempre contingentes, y pueden llegar a traicionar el principio que las inspira. Como la seguridad democrática, que el Presidente Uribe pretende eternizar mediante canje de sus votos contra la rendida lealtad del agraciado, su “genuina convicción y sincero compromiso” con ella. Pero brindar seguridad a los colombianos es norma constitucional desde cuando esta nación se instituyó en república; no nació en 2002, año que algunos tienen por octavo día de la Creación. Rodrigo Rivera, por ejemplo. Pregonero de la disyuntiva que se le impuso al país entre el Bien y el Mal, el candidato en ciernes del PIN propuso un test para medir el apoyo al Príncipe; del examen resultarían dos campos: el de los elegidos y el de los condenados. El juicio final. Tal fatalidad anula toda posibilidad de discernir luces y sombras en una política de seguridad que acorraló a una guerrilla infame, pero aparejó crímenes y violencia contra la sociedad.

Francisco Leal ofrece un balance ponderado de la seguridad democrática. Se entresaca de allí que, sin estrategia eficaz, su primera etapa afectó la capacidad operativa de las FARC, pero los costos humanos y económicos para las Fuerzas Armadas fueron gigantescos. Se improvisaron vastas redes de informantes que terminaron estigmatizando a la población con sus redadas masivas preñadas de abusos y no pocos crímenes. En una segunda etapa, se perfeccionó el uso de la inteligencia militar; hubo coordinación entre las distintas fuerzas y mejor distribución de los recursos; se trocó el énfasis en bajas enemigas por deserciones y capturas, y despegó el Plan Consolidación de los territorios recuperados. Si el 4 de febrero de 2008, cuando diez millones de colombianos repudiaron en las calles a las FARC, se hallaba esta guerrilla en retirada, en 2009 ella recuperaba la iniciativa con acciones militares en 200 municipios. Lunar macabro de esta política serían los falsos positivos, aupados por la proclividad de los militares a violar los derechos humanos, la presión del Presidente por resultados y el crecimiento explosivo de un pie de fuerza a marchas forzadas agrandado. Tanto escándalo acaba de rubricarse con la solicitud de la Corte Suprema de investigar al General Montoya por supuestos vínculos con las autodefensas.

La fiebre de oro de los paramilitares absorbió su proyecto antisubversivo originario. Y se disparó con la ambición de poder de los gamonales, a cuya iniciativa se sumaron paramilitares y narcotraficantes. Estos terminaron delegando el costo de sus ejércitos en el Estado, mientras reactivaban la guerra y extendían sus tentáculos desde las regiones hasta el Congreso, con la indulgencia de Palacio. Según Miguel Angel Bastenier, la tal desmovilización consistió apenas en “trasladar su negocio de la media jungla al campo abierto”. Leal cuestiona el acento militar de la política de seguridad democrática. El responde al criterio de que el conflicto no puede resolverse sino a bala, con olvido de las causas políticas de la violencia: la exclusión social, las desigualdades, el problema de la tierra.

Imposible convertir esta seguridad, política de un gobierno matizada de logros, descalabros y crímenes, en política de Estado. Cosa distinta será evaluarla, depurarla y reestructurarla en función del otro mandato de la Constitución: la paz. Que no implica bajar la guardia, sino empezar por desterrar del lenguaje oficial órdenes como aquella de Coronel, acábelo, tranquilo, y me lo carga a mi cuenta.

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