ADIOS A LAS ARMAS
Por Cristina de la Torre
Hace bien el Presidente en denunciar el armamentismo de Chávez, proyectado sin duda como una máquina de muerte contra Colombia. Pero también Uribe practica el suyo, de puertas para adentro. Por acción y por omisión. Porque anverso sombrío de su exitosa seguridad ha sido la militarización de la sociedad y un aliento a la militarización de los espíritus. Gusto por la guerra que ya bebía en la fuente del narcotráfico, del paramilitarismo y la guerrilla, claro, pero halló nuevos bríos en la gestualidad pendenciera del mandatario más popular en mucho tiempo. Si tras una inversión militar sin precedentes siguen operando los ejércitos paralelos, difícil será valorar cómo ha incidido aquel discurso subliminal en el desmadre de la violencia entre civiles.
17.000 homicidios se cometen con arma de fuego en Colombia cada año, casi todos a manos de civiles. En Inglaterra son 600. Cifra colosal la nuestra, que coloca en primer plano la discusión sobre el desarme de civiles, como condición ineludible de la seguridad. Opción contraria a la de armar gente –a universitarios informantes, verbigracia- dizque para fortalecerla. En Colombia hay 1.043.000 armas de fuego legales en poder de particulares. Circulan muchas más, hechizas, fabricadas en la sombra o ingresadas de contrabando. Este arsenal aterroriza a la ciudadanía, multiplica la violencia, mina el desarrollo y obstaculiza el camino de la paz. 81% de los crímenes cometidos en 2009 se ejecutaron con arma de fuego. En Cali, la proporción fue del 94%. La mayoría de estos homicidios fue perpetrada por particulares, no por grupos armados. Aunque éstos terminaron por convertirse en referente ético y pragmático de miles de colombianos para quienes la violencia se ofrece como única oportunidad de supervivencia y de valía.
En la recomposición de los mercados del crimen, miles de jóvenes siguen el rastro de cuanta organización enseñó que matar paga, limpiar el vecindario de “indeseables” da prestigio, accionar un arma certifica la hombría y confiere poder. Con más veras aprietan el gatillo si el mensaje oficial reza todos los días que la fuerza es el medio único y supremo de superar el conflicto, que dialogar es apaciguar. Efecto de simplificación, la verticalidad del Gobierno frente a la guerrilla se distorsiona en divisa cotidiana de violencia por temor a “quedar como una nena”. Sambenito frecuente entre jóvenes de una comuna de Medellín.
Para ampliar los controles sobre el porte y tenencia de armas, la Coalición de Ciudadanos por el Desarme de civiles presentó en 2007 un proyecto de ley avalado por 1.800.000 firmas. Este congreso admirable ni siquiera discutió la iniciativa. Ni se enteró de que las campañas de reducción del porte de armas en Bogotá se tradujeron automáticamente en una reducción proporcional de homicidios. Productores, contrabandistas de armas y las compañías de seguridad privada –que no andan propiamente desarmadas- son los primeros en rechistar. Si extranjeras, muchas de esas firmas incorporan mercenarios que escapan a la ley colombiana y gozan de inmunidad diplomática. Si nacionales, otras tantas están integradas por miembros de AUC desmovilizados que prestan vigilancia privada y, a menudo, servicios de inteligencia.
Está visto que la guerra por sí sola no conduce a la paz. Hay que desarmar a los civiles, no sólo a los ejércitos ilegales, y devolverle al Estado el monopolio de la fuerza. Además, reorientar la seguridad revalorizando la justicia e ideando un modelo económico de crecimiento con empleo y verdadera seguridad social. Decisivo será el desarme de los ciudadanos y de los espíritus. Y reconocer más valentía en el llamado a la paz de doña Emperatriz de Guevara que en tanto pantalonudo segando vidas inocentes.