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HIPOCRESÍA

Cristina de la Torre




Como en épocas de bárbaras naciones, José Darío Salazar, presidente del Directorio Conservador, consigue sin esfuerzo apoyo de la jerarquía eclesiástica a su iniciativa de invalidar la norma constitucional que autoriza el aborto en casos de excepción. En abierta insubordinación contra el Estado laico y con aval de los purpurados, el ensotanado conservador dice batirse por el derecho a la vida del feto. Mas no por el de nuestras mujeres, que mueren por miles en abortos practicados con ganchos de alambre en la clandestinidad. Única manera de impedir la llegada de un hijo malformado, o producto de violación, o para salvar la vida misma de la madre: casi ningún facultativo las atiende, como manda la ley. Tampoco se le oyó a Salazar una queja por las 173 mil vidas segadas por paramilitares que la Fiscalía registra sólo en el segundo cuatrienio de Uribe. Va de suyo. El dirigente conservador oficiaba entonces de sargento del novel ideólogo de su partido, que lo fuera de corazón, de palabra y de obra. Hasta de notaría se lucró cuando en feria de gabelas a los parlamentarios se compró la reelección de Álvaro Uribe.

La renovada cofradía de azules y tonsurados evoca más de una tragedia de nuestra historia nacional. Una y otra vez se conjuraron ellos, no para defender la vida sino para glorificar la muerte. Avanzada siniestra que en tiempos de la Violencia instó desde los púlpitos y los directorios conservadores al exterminio de la media Colombia que no compartía ideas con Laureano y Monseñor Perdomo. Poco imaginativo este devoto, imitador de tiranuelos que se complacen en fundir violencia y fe en un mismo grito de guerra. Del amo que invocaba al padre Marianito mientras defendía, a grandes voces y contra toda evidencia, al “buen muchacho” que él había puesto en cabeza del DAS –nido de maleantes- y terminó procesado por asesinato.

Doble moral ésta de autoproclamarse cruzados de la vida y abogar al mismo tiempo por la prohibición absoluta del aborto, a sabiendas de que éste apareja en muchos casos la muerte de la mujer. Y la pérdida de su libertad. Así concluyen las Naciones Unidas en estudio de 2008, y agregan que las muertes causadas por embarazo en nuestro país son expresión indiscutible de la condición de inferioridad económica, social y cultural que la sociedad le impone a la mayoría de nuestras mujeres. Destino fatal de “reinas del hogar” desprovistas de todo derecho y protección, como aconseja la divisa bíblica de la humillación.

Lapidar a la mujer pareció ser el fin oculto de la inquisición que reapareció en Medellín en 2009 para impedir la creación de una Clínica de la Mujer que, entre muchas funciones, acogería el derecho al aborto en los casos señalados. Las “fuerzas vivas” de la ciudad, presididas por el Procurador y decenas de obispos, se rebelaron ferozmente contra el proyecto, claro, en defensa del derecho a la vida. El Alcalde se prosternó ante la clerecía y ésta seguirá mandando sobre la vida y la muerte en la ciudad. Como lo hace desde hace siglos. En Medellín, meca de la insurrección de las sotanas, la segunda causa de muerte femenina es el aborto desesperado. Pero El Colombiano se permitió publicar en septiembre de ese año el siguiente comentario de un tal Juan David: “Si hoy permitimos que una madre mate a su hijo, debemos (…) plantearnos la idea de matar madres abortistas para que las cosas se equiparen”.

So pretexto de defender la vida, las costumbres cristianas, la familia patriarcal, la propiedad y el sagrado derecho del más fuerte, la violencia se ha impuesto en Colombia como norma de control de la moral privada y del ejercicio de la política. Andan juntas la espada y la cruz. Escudo de los Catones de cada hora, siempre prestos a levantar el severo dedo inquisitorial, ya para anatematizar a la mujer que quiere vivir, ya para disparar contra el opositor. Loor a la hipocresía.

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