LA PAZ: ¿DEBER O VERGÜENZA?
Cristina de la Torre
Nunca una cortina de humo tan grosera y desproporcionada. En lugar de explicarse por el escándalo del general Santoyo (hoy confeso aliado de la mafia mientras oficiaba como jefe de seguridad del primer mandatario), llegó Uribe al extremo de señalar al presidente Santos como cómplice de las Farc y lo sindicó de adelantar diálogos de paz: “una bofetada a la democracia”, dijo, “una vergüenza”. Acusación que enfrenta el deber supremo de la paz con el recurso a la guerra contra la subversión que a Uribe le había dado fama y poder. Piadosa presentación de la guerra justa que ignoraba, no obstante, la de fondo, aquella de intereses menos nobles enderezada a hacerse, motosierra en mano, con el poder del Estado. Fueron las Farc el enemigo de Uribe y derrotarlas parecía justificarlo todo. Pero ellas fueron también pretexto providencial que le daba carácter político al ascenso violento de nuevos sectores surgidos al calor del narcotráfico. Revuelta social a cuyos agentes en el alto gobierno y en el Congreso Uribe jamás vetó. Antes bien, los defendió en cruzada memorable contra los magistrados de la Corte Suprema que investigaban la parapolítica. Y no porque los togados encarnaran ideales guerrilleros sino porque amenazaban el nuevo poder.
Se rodeó Uribe de “buenos muchachos” y la cima de la seguridad del Estado terminó en manos de la justicia, por andar en tratos con criminales. No precisamente por haber abominado de las Farc. Jorge Noguera, Pilar Hurtado, Luis Carlos Restrepo J. Miguel Narváez, el general Santoyo. Y ahora, el general Rito Alejo del Río, condenado a 26 años de prisión por apadrinar crímenes horrendos del paramilitarismo en Urabá, zona donde la contrarreforma agraria del narcotráfico más víctimas cobró. Matanzas archisabidas tras de las cuales condecoró Uribe a este “héroe” de la patria.
Escribe en este diario el columnista Rodolfo Arango que tal vez Santoyo y el círculo más cercano a Uribe hubieran traspasado la línea de la legalidad en pos de un fin que tenían por legítimo: liquidar a la guerrilla. Quedaría así en evidencia “el uso del crimen para combatir el crimen”. Razón no le falta. Mas, si de acabar con las Farc se trataba, no era apenas porque fueran izquierda alzada en armas, sino porque esta guerrilla amenazaba el monopolio de las mafias sobre el negocio de la droga. Las Farc fueron el antagonista funcional de las autodefensas y sus propagandistas interesados en darle vuelo político a una ruda conflagración de tierra arrasada y crueldad inenarrable contra la población civil. Se usó el crimen para combatir el crimen, sí. Y para extirpar toda idea de cambio, así la encarnaran inocentes (caso UP). Pero también para que los criminales justicieros se hicieran amos de territorios enteros, se tomaran poderes locales, colonizaran la tercera parte del Congreso y pusieran su pica victoriosa en plena Casa de Nari. En los conflictos de El Mexicano y de Castaño contra las Farc había menos de lucha ideológica que de rapacidad por el negocio maldito.
Ironía. Uribe es artífice involuntario del proceso de paz que se avecina, pues fue él quien redujo a las Farc a su mínima expresión. Condición necesaria para allanarse a conversar. Un buen comienzo de reconciliación arrancaría por las explicaciones que el ex presidente le debe al país: cómo pudo abrazarse durante tantos años al círculo infecto de sus amigos en el poder, sin romperse ni mancharse. Por qué permitió que parte de la fuerza pública y el DAS persistieran en su alianza con paramilitares, que el Estado democrático perdiera su neutralidad en el conflicto. Un amago de rendir cuentas sería ya la primera velita que se le encendiera a la paz.