DE LAS BALAS A LOS VOTOS
Cristina de la Torre
Ni la revolución ni nuevo pacto social, como lo pretendieron en el Caguán. Hoy no pueden las Farc negociar sino ajustes a lo que nuestra precaria democracia ofrece: ampliar la arena de la política legal, de modo que desmovilizados, minorías, opositores y el movimiento social puedan batirse por el desarrollo y la equidad en condiciones de igualdad con los partidos que acapararon siempre todas las ventajas. Para comenzar, que los exguerrilleros puedan convertirse en fuerza política y participar en las elecciones de 2014. Este proceso presenta dos momentos nítidamente diferenciados, y confundirlos dará lugar a maximalismos paralizantes. Una es la negociación que se ha emprendido, enderezada a desactivar el conflicto armado. A lo cual las Farc ofrecen por vez primera en medio siglo dejar las armas. La otra etapa, prolongada, laboriosa y que demandará el concurso de todos, será la de construir la paz: desactivar el conflicto social, hijo de la desigualdad que registra Colombia, sin par en el mundo entero.
Hacia allá apuntan la restitución de tierras y el proyecto de Desarrollo Rural, cuyo alcance –ha dicho el ministro Restrepo- desbordaría el de la Ley 200 de López Pumarejo. Que no serán graciosas concesiones a la guerrilla lo indica el hecho de que la restitución venía ya en marcha, aún contra despojadores de las Farc. Por su parte, la ley de desarrollo para el campo se cocina desde hace dos años y coincide en mucho con el programa agrario de las Farc. No le dará trabajo, pues, refrendarla en la mesa de diálogo. De otro lado, se estudian garantías de participación y elegibilidad políticas sin riesgo de exterminio: un código electoral que modere el porcentaje de votos necesarios para sobrevivir como partido, un estatuto de oposición que asegure medios de acción política equitativos. Si se trata de crear nuevos espacios de participación -señaló el ministro del Interior- “habrá que pavimentar el camino”. Nadie deja las armas si no puede buscar el cambio por la vía política.
Controversia mayor suscita el Marco para la Paz, porque introduce medidas de justicia transicional en favor de los desmovilizados. Para el fiscal Montealegre, este instrumento puede ser “una amnistía condicionada incluso para graves violaciones a los derechos humanos”. No habría impunidad, advierte, pero tampoco cárcel. Grave dilema, pues nadie querrá cambiar el fusil por la prisión. La Comisión Asesora de Política Criminal considera que ese instrumento restaura el delito político, eliminado por el uribismo; que rescata la dimensión política del conflicto armado; que dar tratamiento privilegiado a delitos como el de rebelión despejaría el camino a procesos de desmovilización y reconciliación.
Esta vez la relación de fuerzas política y militar favorece al Gobierno y es él quien lleva la iniciativa. Por eso pinta rosada la esperanza de arribar a buen puerto. Tras un trámite expedito que podría culminar en un paquete de reforma rural y política sometido a referendo, la paz adquiriría toda su legitimidad. Pero un peligro se cierne sobre el proceso: que jefes militares de las Farc como Joaquín Gómez y Fabián Ramírez, cabezas del Bloque Sur (metido en la droga), desconozcan las decisiones de los actuales negociadores. Éstos harían política, mientras que el ala militarista derivaría en Farcrim. ¿Ruptura de las Farc? Como la agenda abordará también sus vínculos con el narcotráfico, ¿habrá contemplado el Gobierno la eventualidad de negociar en una mesa sin vocero de la fracción comprometida en el negocio? Acaso diga que a quien ejerce violencia se le liquida; y con quien hace la guerra se negocia para que pase de las balas a los votos.