EL PARTIDO CATÓLICO
Cristina de la Torre
Ave Fénix resucitada de las tumbas de Laureano Gómez y Francisco Franco, se forma en Colombia un partido confesional de nombre Voto Católico que responde al odio de Alejandro Ordóñez a la mujer (motivo aborto), a los homosexuales y a todo el que anhela un buen morir. Los cinco millones de firmas que un reducto fundamentalista de católicos dijo reunir para revertir la norma que autoriza el aborto terapéutico es acción abiertamente política de cruzados que, en voz de Ordóñez, abominan de la “ideología de género” y del “laicismo militante” que alimenta “la agresión a nuestras tradiciones cristianas”. En su ofensiva por la reconquista del Occidente descristianizado, rescatan de los socavones más oscuros de la Iglesia medieval fósiles de moral y de política que piden votos, en momentos en que las religiones cosechan en las carencias de la democracia liberal.
Nadie les niega su derecho a darse figura de partido. Pero alarma el integrismo que funde en una misma bandera la espada y la cruz. En esta Colombia cuya guerra de hoy reedita la pasión silvestre de aquella que el partido católico desencadenara a mediados del siglo pasado, planificada en directorios conservadores y animada desde los púlpitos por tonsurados que invitaban a matar a los enemigos de Cristo-Rey. Imagen de identidad entre poder terrenal y divino, que vuelve a agitarse por apelación del Vaticano a una “nueva generación de políticos dispuestos a combatir a favor de Cristo y contra el mundo y su príncipe diabólico”. Benedicto los anima a comprometerse en política “sin complejos de inferioridad”.
La página web de Voto Católico incorpora tratado del padre José María Iraburu sobre militancia de católicos contra la degradación moral que ha resultado de la perversión de la política. Sus más terribles manifestaciones, la legalización del aborto, de la eutanasia y el matrimonio igualitario, hechura de la “bestia liberal”. Hoy se agudiza –escribe- la batalla entre los hijos de la luz y los de las tinieblas secundados por el diablo. Como todos los gobiernos que prescinden de Dios son intrínsecamente perversos, se justifica la guerra contra ellos, la resistencia activa y armada. Para enfrentarlos, “el pueblo cristiano debe en conciencia levantarse en armas y echarse al monte”. En la mira el Estado confesional, Iraburu denosta de la modernidad, desde el Renacimiento y la Revolución Francesa hasta la “superstición diabólica” de la democracia liberal. Porque ésta niega que, aún donde el pueblo elige a sus gobernantes, el poder viene de Dios. El partido católico –puntualiza- respeta las leyes que no contradigan la ley divina. Por eso invita a desobedecer la del aborto. Y añora los tiempos en que santos lideraron las Cruzadas y las órdenes militares del Medioevo, “luz estimulante” para los católicos de hoy.
Fraseología militar que resultaría inofensiva si no hubiera encendido tantas guerras en la historia. Y en el siglo XX, con recurso al fascismo. Dígalo nuestro Laureano, prosélito de Franco que galvanizó en una y misma cosa a jefes conservadores y jerarcas de la Iglesia. En rebelión contra la ley civil que contrariaba la divina, llamó en 1940 (como Santo Tomás) a eliminar al tirano que en la Carta del 36 negaba a Dios como fuente de toda autoridad. Llamó a la guerra contra quienes atropellaban “la sacrosanta religión”, contra el “Estado impío y ateo”. Llamó a la acción intrépida y al atentado personal, a hacer invivible la república. Llamó a la guerra santa. Recurso pavoroso cuando a la fe se le suma el sentido inapelable del poder absoluto. Ojalá que Ordóñez, laureanista intérprete del partido católico que renace no propicie en su restauración del orden medieval otra guerra.