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EN CASA, PACTO DE NO AGRESIÓN

Cristina de la Torre



Se toma mucho en navidad y mucho se agrede a otros; a las mujeres, en particular. Al calor de esta fiesta pagana de cuna religiosa, inspecciones de policía y hospitales se atiborran de heridas que disparan en este día el pico estadístico de la violencia intrafamiliar. En el curso de 2012, registró la Fiscalía 87.385 casos, en mayoría abrumadora contra mujeres y por mano de sus compañeros. Pero allá sólo llegan los casos de violencia física. La violencia moral, sutil y difusa, se ejerce minuto a minuto y resulta devastadora. Porque se afirma en la idea de la inferioridad de la mujer; y en su recíproca, que cifra la virilidad en la disposición del hombre para oprimirla, humillarla y golpearla. Pero además, para esconder los sentimientos, que son “cosa de mujeres”. Violencia en bruto de la cultura que se resuelve en tiranía de un sexo sobre el otro y en atrofia de la capacidad emocional del varón.


La violencia moral y simbólica, antesala de la física, mantiene a la mujer en estado de subordinación y vulnerabilidad permanentes. Es mecanismo eficientísimo de control social y validación de desigualdades inventadas. Violencia moral hay en la descalificación intelectual y profesional de la mujer. Cuando se le impone dependencia económica del cónyuge, bien porque se cercene su libertad de trabajo fuera del hogar, bien porque no se le remuneren los oficios domésticos y de crianza de los hijos. Pago que en Colombia representaría $160 billones al año, la quinta parte del PIB, por trabajo que asumen, gratis, 9 de cada 10 mujeres. También hay violencia en el menosprecio físico y sexual de la mujer, o en su anverso de simple objeto sexual, elevados a valor universal en forma chistes e insultos humillantes.


Los investigadores Javier Pineda y Andrés Hernández apuntan a la necesidad de cambiar la mentalidad masculina, los valores que sojuzgan a la mujer. Han de entender los varones que masculinidad no equivale a dominio, violencia y control; ni a embozalamiento de los afectos. Se les niegan a los hombres virtudes y cualidades que la cultura cataloga como mujeriles: modestia, ternura, pasividad, sensibilidad, entrega, espíritu de colaboración. Al dechado de lo masculino, por su parte, concurren inteligencia, valentía, competitividad y carácter. Notas que riñen con el “eterno femenino”.


Mas no se repara en el costo emocional y vital que tan artificiosa división de caracteres engendra. Ser hombre, escriben nuestros autores, se asocia con el trabajo duro, con roles de proveedor económico y ser sexualmente activo, aunque también con el derecho de apelar a la violencia. Va su puño contra la mujer si no responde ésta al estereotipo que la cultura le asigna. Y contra los otros hombres, con quienes sólo puede relacionarse desde la competencia, el poder y la agresión. De eso mueren muchos hombres: en Colombia, viven ellos siete años menos que ellas. Parte de la solución estribaría en desechar la familia patriarcal –erigida sobre el autoritarismo- y renegociar el contrato de familia hacia relaciones equitativas y democráticas. En “fracturar” la relación de los hombres con el poder y permitirles participar en la lucha por la igualdad entre sexos.


El documental Sin Tiempo para Llorar, del Centro de Memoria Histórica –que todos merecemos ver en cines-, testimonia la tragedia de nuestra violencia de medio siglo, y su particular ensañamiento en la mujer convertida en trofeo de guerra. Esta obra potente y hermosa reconcilia con la verdad, y por lo mismo abre las puertas de la reconciliación entre adversarios. Principie por casa el pacto de no agresión. Y mientras se firma la paz de La Habana, haya navidad amable en los hogares.

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