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DOMESTICAR EL ODIO

Cristina de la Torre



Las heridas que esta guerra ha abierto en el alma de millones de colombianos no ofrecen el rojo espectáculo del puñal hendido en la carne del sacrificado; pero pueden doler más. Son laceraciones infligidas por una violencia que arrebata los seres amados, humilla en el dolor, desarraiga, puede aniquilar la identidad y matar toda ilusión. Violencia sin pausa ni distingos que, en los apremios de la huída, les hurtó a padres, madres, hermanos, hijos hasta el tiempo para la tristeza. Pero todo se envolvió en silencio, en indiferencia o en aplauso a quienes desde la cima del poder permitieron que el deber anti-insurreccional del Estado derivara en masacre de un pueblo inerme. Y los insurrectos respondieron con moneda parecida.


En el sur del país, la tercera parte de la población sufre de angustia y depresión. En Montes de María, 90 por ciento de las víctimas padecen el mismo mal. El duelo de las víctimas se ha congelado en el tiempo, escribe la sicóloga y representante a la Cámara Ángela María Robledo. Aquel mutismo, aquel ocultamiento intencional de lo vivido terminaron por sumirlas en la melancolía, en la culpa absurda de sentirse sobrevivientes, en la rabia. Rabia humillada, rabia ansiosa, rabia triste. Rabia de quienes, desaparecida su familia, no pueden elaborar el duelo, reconocer la pérdida para volver a ser los mismos. De no encararse a derechas, tal sentimiento podría reeditarse en odio y venganza y potencia recargada para la barbarie, advierte Robledo. Las víctimas piden condiciones para elaborar el duelo, verdad, reparación y justicia: justicia retributiva, vecina del castigo; justicia restaurativa, vecina del perdón; justicia transicional, para pasar de la guerra a la paz.


Datos de espanto trae el Informe Basta ya del Centro de Memoria Histórica: entre 1958 y 2012, 220.000 personas murieron a causa del conflicto, casi todas civiles. Hubo 1.982 masacres, 27.000 secuestros, casi 30.000 desaparecidos (el doble de las dictaduras latinoamericanas juntas), 6 millones de desplazados, 5 millones de víctimas, y medio millón de mujeres y menores sometidos a violencia sexual. Marta Nubia Bello, coordinadora del trabajo, explica que tantas vivencias de terror y de barbarie han provocado miedo, tristeza, angustia y alteraciones en las víctimas que comprometen la integridad de su ser. El sufrimiento no atendido por profesionales preparados para otra Colombia, puede derivar en locura o en suicidio. Y acota: “el fin del conflicto armado es una condición para que las víctimas puedan sentirse seguras y reconocidas; para que puedan hablar, elaborar sus duelos, reclamar y retomar los proyectos que los armados destruyeron”.


Ángela Robledo, por su parte, apunta que el mal sufrido ha de inscribirse en la memoria colectiva “para darle una nueva oportunidad al porvenir”. Oportunidad rubricada por la paz. Pero no una paz de vencedores, sino una negociada desde la política, que asigne responsabilidades a todos por igual. Reconciliación habrá cuando guerrilleros, paramilitares y uniformados sin honor reconozcan sus culpas y pidan perdón. Cuando también los vengadores hagan lo propio. Éstos, que se presentan como justicieros inocentes, deberán reconocerse como víctimas trocadas a su vez en victimarios.


¿Comprenderán Uribe y sus candidatos confesos –Ramírez y Zuluaga- que su boicot al proceso de paz es un llamado a perpetuar esta guerra atroz? En la disyuntiva inescapable que se ha abierto entre la guerra y la paz, ¿asumirán ellos la responsabilidad política por otros 220 mil muertos y otros 5 millones de almas desgarradas, o bien, aceptarán que a la paz se llega por el perdón, y que su camino es la domesticación del odio?

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