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MESA DE DIÁLOGO CON EL URIBISMO

Cristina de la Torre


Paso decisivo hacia la paz, un acuerdo con las guerrillas en La Habana será, no obstante, la mitad de la faena. Si se quiere conjurar todo factor de violencia política y propiciar el advenimiento de un país más justo, será preciso acometer la segunda fase de la tarea: negociar con la ultraderecha, representada en el uribismo duro. Se habrá encarado así a los dos extremismos del conflicto armado. A las Farc, por un lado, trocada su infinita capacidad de daño (en particular con el secuestro) por el derecho de ingresar en la política. A la derecha impenitente, por el otro, a donde vinieron a parar narcotraficantes, paramilitares autores de masacres sin fin y sus aliados militares y políticos. Fuerza no menos perniciosa que las Farc, rebosa el uribismo indulgencia con el delito; pero su ascendiente en sectores considerables de la sociedad no siempre lleva esa impronta. De otro lado, sin el debilitamiento militar que su líder causó a la guerrilla, no estaría ella sentada a la mesa de diálogo.

Se empezaría por dar trato simétrico de justicia transicional a todos los actores de esta guerra: a guerrilleros, paramilitares y miembros de la Fuerza Pública, incursos en crímenes asociados al conflicto. Para no repetir la afrenta de favorecer a unos y a otros no. Como sucedió con el Palacio de Justicia, por cuyos excesos pagan cárcel oficiales del Ejército y ningún jefe del M19. Por lo que hace a reformas sociales y políticas, se impone respetar la movilización popular que las demanda, y garantizar la plural concurrencia de propuestas en el Congreso, escenario natural del proceso que da al cambio figura de ley.

Desde luego, si fuera el Centro Democrático el agraciado en segunda vuelta, resultaría superflua una negociación de “yo con yo”. Entonces deberá permitirse y responder con eficacia a la expresión libre, plena de partidos y movimientos sociales en procura del derecho a la paz, a la reconciliación, a la recuperación de la tierra arrebatada y la satisfacción de las víctimas, como lo dicta la ley. Al derecho de edificar una Colombia nueva. Cosecha que en otro escenario hubiera resultado de una mesa de diálogo con el uribismo. Y, en todo caso, entregar al pueblo la decisión última de la paz, pues ésta no podrá ser prerrogativa exclusiva de las minorías beligerantes.

El acuerdo de La Habana no concede amnistía general. Pero ofrecería elasticidad en ciertas penas, siempre al tenor del derecho internacional, con trato igual para todos los señores de la guerra. A muchos financiadores forzosos del paramilitarismo podría exonerárseles de culpa. Piensa Gustavo Duncan que en zonas azotadas por la guerrilla sólo se legitimaría el proceso de paz si las concesiones judiciales que se le den a la guerrilla se extienden a los ganaderos, empresarios, políticos y población civil víctimas de la guerra. No se trataría de legitimar a los paras o a las Farc, sino al proceso de paz.

Gane quien gane la Presidencia, sin una voluntad titánica de concertación que salve abismos entre elites, no podrá el elegido gobernar. Peor aún, podrá redoblarse esta guerra demencial, aupada desde la cumbre uribista por el odio, el revanchismo y la ciega determinación de prevalecer demoliendo las instituciones democráticas. Ya reaparecen síntomas de involución a un pasado reciente que parecía superado. El anónimo comentarista de una columna donde Andrés Hoyos le pide con argumentos a Zuluaga renunciar, escribe un libelo de vivas a Uribe, el “salvador de Colombia”, y remata: “que mueran todos los guerrilleros y asquerosos perros comunistas de la izquierda”. Es hora de diversificar el diálogo. De devolverles a los enemigos su noble condición de adversarios políticos.

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