VETO AL ARTE: EL TARTUFATO EN ACCIÓN
Lo consideró el tartufato una ofensa insufrible, y tronó en bloque. Denunció escandalizado el sacrilegio de Maria Eugenia Trujillo, artista que desplazaba la hostia viril de la custodia para poner en su lugar a la mujer, fuente de perdición desde el mito fundador del cristianismo. Pero ni siquiera a la mujer sino, peor, sus partes pudendas (“sexuales, vergonzosas”, remarcaría monseñor Builes). Acusaron la secta fundamentalista Voto Católico, el procurador, las senadoras del uribismo Guerra y Vega: la caverna en acción. Habituada a la ordinariez de la propaganda, no podía sino reducir a panfleto esta obra de arte –sutil, sugerente- y logró la censura de la exposición que “atenta(ba) contra la fe católica”. Como si no fuera Colombia Estado laico, con libertad de expresión y pluralidad de iglesias.
Desplegó la ultraderecha el mismo odio hacia la mujer que anima su cruzada contra el derecho al aborto terapéutico, sin el cual muchas madres corren riesgo de muerte. La misma rudeza de su mutismo ante la violación masiva de mujeres como arma de una guerra que aquella fuerza cruel quisiera eterna. Réplica del Tartufo de Molière -falso devoto que hizo de la hipocresía herramienta de poder- esta derecha engoló la voz para decir que la exposición acarreaba violencia simbólica contra los católicos y ofendía a Dios. Reminiscencias inquisitoriales en un país al que reaniman periódicamente como la Colombia de Cristo Rey y de Laureano, ariete de la Violencia.
Para Halim Badawi, Trujillo cuestiona la masculinidad que ha obrado como medida de todas las cosas y derivado en vejámenes de todo orden contra la mujer. Masculinidad que cataloga a las mujeres como productoras de un arte menor destinado a la invisibilidad y la censura. En su repugnancia del cuerpo de la mujer y con olvido del lenguaje simbólico del arte, estos extremistas no le perdonan a Trujillo que asocie imágenes de su culto con “sugestivas representaciones del cuerpo femenino”. Emulan a las Damas de la Decencia que en 1939 vetaron a Débora Arango, grande entre los grandes pintores de Colombia de todos los tiempos. Hacían ellas la segunda a los libelos que el ultraconservador periódico La Defensa le dedicaba a la artista antioqueña. Denostaba de su “obra impía… exhibición voluptuosa (de) pintura pornográfica…” Y El Siglo de Laureano Gómez completaba la celada diciendo que Arango representaba “las más viles pasiones lujuriosas…”
Es que Débora Arango pulverizó la estética consagrada: se atrevió con el desnudo femenino, y desafió en sus lienzos las normas sociales, el fanatismo y el poder político. Se deleitó su pincel en prostitutas, prelados y políticos corruptos. La vetaron –con señalamientos idénticos- las camanduleras de la Bella Villa, Laureano Gómez y, en Madrid, Francisco Franco. Terminó excomulgada e invisibilizada durante medio siglo, en aquella Medellín de gente necia,/ local y chata y roma./ Chismes./ Catolicismo./ y una total inopia en los cerebros. Hoy aplica el poema de De Greiff a fanáticos que siguen campeando en el país y se ensañan en Trujillo.
Se pregunta ella si la censuran por ser mujer que osa hablar de su propio cuerpo y presentar su reflexión mediante el arte. Mas no todos son censores. Los Católicos por el Derecho a Decidir criticaron la censura y declararon que la artista representa “la subyugación y maltrato histórico del que ha sido objeto la mujer durante siglos”. Vengan las palabras de Débora Arango: “La vida, con toda su fuerza admirable, no puede apreciarse jamás entre la hipocresía y el oscurantismo (…) Por eso mis temas son duros, casi bárbaros; por eso desconciertan a (quienes) quieren hacer de la vida y de la naturaleza lo que en realidad no son”.