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PAZ: ¿LA ÙLTIMA OPORTUNIDAD?

El experimento de La Habana podría ser nuestra última oportunidad de paz. Los acuerdos suscritos entre Gobierno y Farc, modesto reformismo liberal siempre malogrado por las fuerzas más agresivas del poder y la violencia, prometen conjurar la guerra y abrir puertas a la construcción de un país mejor. Si no la paz perfecta, a lo menos reversar los efectos del conflicto y apuntar a sus causas. La tierra, para comenzar. Cuya mitad acapara el uno por ciento de los propietarios, ya torciéndole el cuello a la ley, ya disparando contra el campesino indefenso, doliente sin sosiego de la hecatombe que tanto encopetado quisiera prolongar. No van los hijos de éste al frente de batalla. Ni huyen sus mujeres de la escena de horror sin tiempo para el llano, sin respiro para enterrar a sus muertos. A tal insania se ha llegado, que aliviar la pena, devolver sus predios a los despojados, buscar un horizonte de campesinos con tierra y tierra con campesinos, será una revolución. A leguas de la leyenda negra del castro-chavismo que este acuerdo pulveriza. A leguas del mito de que se proyecta allí la desaparición de la propiedad privada y humillación para las Fuerzas Armadas.


Un mínimo sentido de humanidad y de responsabilidad con las generaciones por venir no negará el derecho a controvertir términos del proceso de paz, pero cerrará filas sobre el anhelado desenlace: terminar la guerra. Para no abultar la cifra de 1.982 masacres – 1.166 perpetradas por paramilitares, 343 por guerrillas y 158 por la Fuerza Pública-. Ni repetir los 27.023 secuestros, 90% de ellos por Farc y Eln. Para que pierda Colombia la corona mundial en desplazados, fruto vergonzoso de la estrategia paramilitar de tierra arrasada. Para no ver otro municipio de San Carlos, que en el fragor de una guerra ajena redujo su población de 25.000 a 5.000 habitantes. Según el Plan de Desarrollo, 6.5 millones de hectáreas se abandonaron por la fuerza: a manos del paramilitarismo, 62%; y de la guerrilla, 16%. Paso natural, al desplazamiento le siguió el despojo.


Pero el conflicto armado de estas décadas no es otra cosa que el último tramo de un periplo mayor. Tanta pretensión santanderista ha convivido aquí, no obstante, con la privatización de la seguridad y la justicia por una oligarquía sin hígados; y, por ese camino, con la apropiación ilegal y violenta de la tierra. Lo demuestra Francisco Gutiérrez. Trae nuestra historia la impronta de grandes rentistas del campo que, burlando la función social de la propiedad, se hicieron a la brava con la tierra que al pequeño campesino se le negaba.


Se propone ahora desde La Habana una verdadera transformación del campo. Uso adecuado de la tierra, según su vocación. Estímulo a su formalización, restitución y distribución equitativa, garantizando acceso del campesino a la propiedad rural. Reconocimiento del papel fundamental de la economía campesina, familiar y comunitaria en el desarrollo del campo. Sin perjuicio de la agroindustria, pues la economía campesina podrá convivir con otros modelos de producción agropecuaria y, en todo caso, responder por la seguridad alimentaria del país. La Reforma Rural Integral que el acuerdo de paz propone sienta las bases para la transformación estructural del campo, crea condiciones de bienestar para el campesinado y contribuye así a la construcción de una paz estable y duradera. Definido el “qué”, a todos nos corresponde ejecutar el “cómo”. Bien desde el diseño acordado en La Habana, o desde cualesquiera otros que traigan aire de cambio. Si refrendamos el fin del conflicto armado, habremos empezado con un paso de gigante: preservar la vida de otros 220.000 colombianos. ¿Tendremos la lucidez y la grandeza necesarias para no dejar escapar esta ocasión feliz?

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