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PAZ O MOTOSIERRA: ¿LA ENCRUCIJADA DE URIBE?

Ya se habrán dado por notificados: la pesada de los ganaderos, latifundistas de todo pedigrí, parte sustantiva del poder local, narcotraficantes y bacrim andarán apuntalando sus ejércitos antirrestitución de tierras. En la exaltada campaña por perpetuar una guerra que sólo premia a esos señores, el uribismo les espolea la beligerancia allí donde más duele. Dizque descubre en los acuerdos de La Habana un atentado contra la inmaculada propiedad privada en el campo, habida tan a menudo a bala. Sabe, cómo no, que desde hace 80 años la ley permite extinción de dominio sobre tierras inexplotadas; y, desde hace 20, su expropiación por razón de interés social o utilidad pública. Pero tergiversa. Apuesta a dinamitar la paz con el fantasma confiscatorio del comunismo. Más aún, cuando se indigna porque lo convenido “pone en riesgo la democracia” y excusa a las Farc por sus vínculos con el narcotráfico.

Vaya, vaya. Cuánto patriotismo, cuánta integridad moral, cuánto sentido del honor. Como si no hubiera sido el propio gobierno de Uribe el que puso esta democracia al borde del abismo, bajo la bota de un Estado policivo. Como si entonces no hubieran alcanzado el Estado y sus socios paramilitares cotas inéditas de terror contra la población civil, expulsión en masa del pequeño campesinado y su expropiación violenta comprendidas. Como si el 88% de las 6.000 denuncias por falsos positivos en los últimos 16 años no correspondiera a ese período de gobierno.

Acaso en los intentos de Uribe por dialogar con las guerrillas pesara tanto la voluntad de acercarse al enemigo como el imperativo de encubrir su prodigalidad con el paramilitarismo. La negociación de Ralito se brincó a las víctimas, elevó los crímenes de paras y narcos a categoría de delito político y fue irónico colofón de la sangrienta contrarreforma agraria que ellos ejecutaban. Asociada al Estado, esta fuerza exterminadora colonizó áreas cardinales del poder público y ocupó el 35% de las sillas del Congreso. Se reclamó bancada parlamentaria del uribismo y su mentor, lejos de desdeñarla, la abrazó. En alarde autoritario que entronizaba en Colombia la democracia plebiscitaria de Chávez y Fujimori, Uribe persiguió a la Corte Suprema de Justicia y la llamó instrumento del terrorismo. Doble era su propósito: primero, debilitar la independencia de poderes, que es prenda de democracia; segundo, desconceptuar al tribunal supremo que juzgaba a sus congresistas, 60 de los cuales cayeron en manos de la justicia.

Por lo visto, no le asiste al uribismo autoridad para erigirse en heraldo de la democracia y las buenas costumbres. Pero la temeraria oposición del expresidente a la paz mientras se conocen sus esfuerzos por negociarla con la insurgencia, suscita interrogantes. Férreo defensor de un modelo anacrónico para el campo, en la inminencia de una reforma rural, ¿apunta Uribe a dar alas al rearme pleno de la ultraderecha violenta si decidiera ella jugársela por sus tierras inexplotadas o malhabidas? ¿Se insubordina contra la ley vigente y quiere revivir la Violencia con que respondió el latifundismo a la Ley de Tierras de López Pumarejo? O bien, sabedor de que paz con fisuras no será paz, ¿estará reclamando espacio decisorio en el proceso de negociación? Conjetura plausible si se recuerda la generosidad de sus ofertas a las Farc: despeje militar, cese bilateral del fuego, negociación de paz y reforma que le permita a la guerrilla llegar al Congreso.

La disyuntiva sigue siendo dramática: guerra o paz.; y su pepa, la tierra. Un paso de gigante se habrá dado si el uribismo comprende que ya ni la guerra evitará una mínima redistribución de la propiedad en el campo. Que ya no es dable la república de la motosierra.

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