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Militares en política, riesgo a la vista

Alarman las declaraciones del general (r) Néstor Ramírez a María Isabel Rueda (El Tiempo, 20,4,15) porque develan obstáculos formidables que podrían interponerse aquí a la construcción de una democracia en regla. La politización de oficiales (en retiro y en servicio activo), labrada con esmero por la extrema derecha uribista en favor de esa bandería y contra la ampliación del pluralismo político en el posconflicto, amenaza a la paz: busca boicotear las negociaciones de La Habana y afianzarle un futuro al autoritarismo en Colombia. Y atenta contra la paz, tanto o más que monstruosidades de las Farc como el asesinato de los once soldados en el Cauca.

Marchar con un partido mientras se portan las armas de la república es romper la neutralidad de la Fuerza Pública, que se debe a todos los ciudadanos y no a un conglomerado singular. Como perdió el Ejército su neutralidad en el gobierno de Ospina Pérez: éste terminó por ejercer como cuerpo de choque contra la oposición y el movimiento popular, en beneficio del partido de gobierno. Entonces se desbordó la Violencia, y reclamó 280.000 muertos. Uno de los remedios contra aquella hecatombe fue la prohibición constitucional de deliberación política a las Fuerzas Armadas.

Se escandaliza el nuevo líder de los Generales y Almirantes retirados porque las Farc aspiren un día al poder. A implantar un socialismo siglo XXI como el de Venezuela, dice. Y cita consternado a Iván Márquez, quien admite buscar un escenario que les facilite el acceso al poder. ¿Acaso no es ese el fin de todo partido político, el de las Farc incluido cuando se acojan a la legalidad? Censura el general el objetivo de esa guerrilla de crear “organizaciones de base que en Colombia han sido muy efectivas en los paros agrarios”. ¿Prohibido, pues, organizar a la gente, alentar la lucha popular, promover paros en vez de disparar, como se practica en toda democracia? Y acusa a las Farc de querer la descentralización (!)

Verdad es que el general Ramírez no lleva ya el uniforme y eso le da licencia para opinar en política. Pero sus palabras traducen anacronismos que sobreviven en círculos beligerantes de nuestra fuerza armada. No sólo encarnan ellas la intransigencia ideológica de las dictaduras –de izquierda y de derecha–. También evocan los despojos de la Guerra Fría que yacen desde hace un cuarto de siglo bajo las piedras del muro de Berlín. Más melancólicos aún, tras el apretón de manos entre Castro y Obama.

El proceso secular de profesionalización de nuestras Fuerzas Armadas se vio siempre interferido por la politización de los uniformados. Ya como fuerza de choque contra la oposición y el movimiento popular en nombre del partido de gobierno. Ya en ejercicio de la doctrina de seguridad nacional, contra un enemigo interno que abarcaba a guerrillas, fuerzas legales ajenas al bipartidismo y “organizaciones de base” a las que tanto teme nuestro general.

En 1957, pronunció Alberto Lleras Camargo un discurso memorable. Apartar a las Fuerzas Armadas de la deliberación pública, dijo, no es un capricho de la Constitución, sino una necesidad de su función. “Si entran a deliberar, entran armadas, y su participación en la disputa civil podrá terminar en aplastamiento […] Si tienen que representar a la nación, necesitarán de todo el pueblo, del afecto nacional, del respeto colectivo, y no lo podrán conservar sino permaneciendo ajenas a las pugnas civiles”. Hoy la cúpula de nuestras Fuerzas Militares, en pronunciamiento similar, invita a la oposición a construir patria y desarrollo, en vez de utilizar a las Fuerzas Militares como herramienta de actividades partidistas. Honores también al general Mora, que así las representa en la mesa de La Habana.

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