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La historia sitiada

Sorprende la credulidad de colombianos permeados por el cuento de que un expresidente amasado en la politiquería podía emular al mismísimo Simón Bolívar. Y la descabellada fantasía de insurgentes non-sanctos que se pretendieron voceros del pueblo. Pecados contra un sentido de realidad que podrá atribuirse al desprecio por la historia, por los referentes que ella ofrece para justipreciar el verdadero calado y sentido de los hechos de hoy. Desdén hacia nuestra historia, tan ocultada, deformada y agredida allí donde ella pide pista. Si en educación, se suprime la cátedra de historia en los colegios. Si en escenarios de memoria histórica, símbolos de identidad nacional, se trabaja por destruirlos en nombre del “progreso”. Como la autopista de doble calzada que cruzará el corazón mismo del campo de Boyacá, donde venció el Libertador a las tropas españolas, para dar paso a la formación de cinco repúblicas independientes. Grosero atropello del concesionario Solarte y Solarte, con aval del ministerio de Cultura.

Ni fetiche, ni exaltación romántica de la libertad. Juan Camilo Rodríguez, presidente de la Academia Colombiana de Historia, encabeza una cruzada en defensa del monumento histórico, a la que se suman ya otras academias, juristas, magistrados, universidades y organizaciones ciudadanas. “La construcción de la memoria histórica de los colombianos como país independiente y soberano, escribe él, se apoya en el patrimonio documental y en los escenarios que dejaron huella de resistencia decisiva (contra la metrópoli española)”.

En reivindicación providencial del pasado, nuestro escritor Pablo Montoya ganó el premio Rómulo Gallegos, justamente con una novela histórica. Su Tríptico de la Infamia proyecta las guerras de religión que asolaban a la Europa del siglo XVI hacia la conquista de América y su exterminio de los nativos. La obra dibuja en el pasado las claves de nuestro presente. ¿Acaso el asesinato continuado de indígenas en el Cauca, sobre todo por herederos de encomenderos exconvictos de las cárceles de Cádiz, no responde a la misma lujuria de riquezas que cinco siglos atrás se resolvió en exterminio de la raza americana? ¿Es que la batalla de Boyacá, librada por indios, negros y mestizos, no inauguró la ruptura con el despotismo y la construcción de la república que somos hoy? Construcción traumática, imperfecta, inacabada, signada por la violencia y las desigualdades. Pero república, al fin, en pos de una democracia cuyo nombre ni siquiera se pronunciara hoy sin aquel acontecimiento de 1819.

Emblema de la nación, el campo de Boyacá es patrimonio histórico y cultural de los colombianos. No merece el recurso a la procacidad del gobernador de Boyacá, para quien “decir que la vía no puede pasar por el centro (del monumento) porque (lo) daña es como defender la virginidad de una mujer con tres hijos”. Pueda ser que no pertenezca el funcionario a la cofradía de varones que cifran la hombría en su ruidosa capacidad depredadora. Lejos está también este símbolo de libertad de la presuntuosa ficción de las guerrillas; y de quien, con ínfulas de Bolívar, trocó la patria en demagogia para prevalecer sobre otros notables de vereda.

Ojalá hablara este Gobierno menos de ladrillos en Educación y se aplicara más a restablecer la enseñanza de la historia a nuestros jóvenes. Principiando por darles a leer la novela de Montoya –prosa refinada, abundancia de investigación–. Ella ayudará a descubrir el tramo primero de los caminos por donde ha marchado, y marcha, nuestra historia. Sigue vivo el reto de la primera piedra que se plantó en Boyacá: culminar la edificación de un Estado en democracia, igualdad y paz. Con una primera condición: romper el sitio que quiere asfixiar su historia.

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