Las Farc contra el pueblo
Insisten las Farc en granjearse más odio de los colombianos, y arriesgan quemar la paz en la puerta del horno. Azotan insolentes a la población civil, precisamente cuando las partes se allanan en La Habana a la decisión trascendental de convocar una comisión de la verdad. Comisión que dará voz a las víctimas, auscultará las entretelas del conflicto e identificará a sus responsables de todos los bandos. Cuando el propio Pastor Alape anunciaba disposición del grupo armado a aceptar alguna forma de reclusión si también la contraparte lo hacía. Cuando arrancaba el desminado a dos manos con el Ejército, desempolva esa guerrilla su recurso al asesinato, al sabotaje y el terror contra la gente. Cree lograr así un cese unilateral del fuego. Pero se engaña. Dejar sin agua y sin energía a departamentos enteros; derramar crudo sobre sembradíos y fuentes de agua; rematar a tiros al patrullero David Marmolejo y al coronel Alfredo Ruíz, sublevan a la opinión, no sólo contra el cese bilateral sino, peor, contra una eventual refrendación de los acuerdos de paz.
Pero, además, la andanada de las Farc pela el cobre de una guerra librada menos entre combatientes que contra la ciudadanía. 80% de los casi 250.000 muertos habidos por el conflicto son civiles. Y las Farc se limitan ahora a retomar la dinámica de brutalidad contra la población como estrategia de guerra, que el paramilitarismo y miembros de la Fuerza Pública desplegaron también. Según el Centro de Memoria Histórica (CMH), muchos uniformados practicaron tortura, asesinato, desaparición forzada y uso excesivo de la fuerza. Los paramilitares se especializaron en masacres, asesinatos, desaparición forzada, sevicia, tortura y desplazamiento forzado masivo. Y las guerrillas abundaron en secuestro, asesinato y desplazamientos selectivos, pillaje, atentados terroristas, reclutamiento de menores y siembra masiva de minas antipersona.
Farc y Eln cometieron el 90% de los 27.023 secuestros reportados por razón del conflicto en cuatro décadas. Y dominaron en muerte de civiles por acciones bélicas, cuando introdujeron el uso de cilindros-bomba. La masacre de Bojayá arrojó 79 víctimas que se refugiaban en una iglesia. Y una voladura de oleoducto en Machuca por el Eln incineró en un infierno a 73 personas. Las Farc se tomaron a la brava 417 poblaciones. El sabotaje a la infraestructura vial, eléctrica y petrolera ha sido práctica consuetudinaria de la insurgencia. Entre 1988 y 2012 hubo 95 atentados terroristas, 75 de ellos perpetrados por esas guerrillas.
Crímenes infames que han renacido, como renace a cada paso la hipocresía inmarcesible de los amigos de la guerra que ahora proponen, jubilosos, suspender el proceso de paz. ¿Para reanudarlo dentro de otros 200.000 muertos? ¿Siguen ellos echándole tierra a su obscena glorificación de un general por encubrir o ayudar a paramilitares que masacraban campesinos en Urabá y jugaban fútbol con la cabeza de sus víctimas?
Tarea primera de la ronda de conversaciones que se inicia mañana, conjurar esta insania de homicidio y terror. Fijar plazos para precisar términos de justicia transicional, para dejar las armas, para dar garantía de supervivencia física y política a los reinsertados. Para cesar fuegos. Y para echar a andar la Comisión de la Verdad, donde todos los agentes del horror deberán encarar crímenes como los enunciados aquí. Ya cuenta la Comisión con abundante caudal de información en nuestra historiografía reciente. Empezando por el sesudo informe del CMH, Basta Ya. Si las Farc ponen de nuevo a la población civil como blanco de su violencia, robustecerán al más implacable contradictor político de esta guerrilla una vez convertida en partido legal: el propio pueblo.