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¿Quién le teme a la derecha guerrerista?

En los altibajos del proceso de paz, cuando parecía ésta ahogarse bajo la nata de petróleo derramado por las Farc, un acontecimiento inusitado podría ayudar a devolverle el resuello: ha quedado en entredicho su primer obstáculo, la facción de uniformados que se erigió en bastión de la extrema derecha guerrerista. Por vez primera investiga la Fiscalía presunta responsabilidad de 22 generales en la comisión de 4.475 falsos positivos y convoca a cuatro de ellos a declarar ante los jueces. El último informe de Human Rights Watch incorpora expedientes y pruebas judiciales que terminarán atemperando estridencias castrenses ajenas a la democracia.

Compelido por el ministro entrante, Luis Carlos Villegas, a marginarse de la política; perdida su autoridad moral si resultara incriminado por responsabilidad del mando, este sector optaría por concurrir a la Comisión de la Verdad y someterse a la justicia transicional. Más blanda, para el caso, que la justicia ordinaria o la internacional. Es decir, se allanaría a la política de paz. Si bien no es seguro que los tribunales cataloguen como delito de guerra el asesinato de civiles, por prebendas. Aunque el entonces presidente Uribe humilló a las víctimas al aseverar que no estarían ellas “cogiendo café”, mientras se deslizaba por los cuarteles la más escalofriante víbora de muerte. Tan pavorosa, que el gobierno de Estados Unidos amagó con cortar la ayuda financiera al Plan Colombia.

Habla el informe de posibles ejecuciones generalizadas y sistemáticas por efectivos de casi todas las brigadas del Ejército entre 2002 y 2007, con presumible conocimiento u orden de sus superiores. Analiza pesquisas de la justicia y declaraciones de testigos que comprometen, entre otros, al general Montoya. Señala el documento al general Rodríguez, actual comandante de las Fuerzas Militares, y al general Asprilla, jefe del Ejército. No sindica la Fiscalía a los primeros de participación directa en los crímenes, pero teme que con sus instrucciones los promovieran y estudia si por línea de mando deben responder. Se habría pecado entonces, a lo menos, por omisión.

Al estallido del escándalo contribuyó la presión internacional. Un protocolo de la Oficina en Washington para América Latina (WOLA), entre otras, con fecha 19 de abril de 2007, insta al congreso de Estados Unidos a suspender la ayuda militar a Colombia mientras no se aclaren supuestos vínculos de paramilitares con agentes del Estado y ejecuciones extrajudiciales. Amparadas en pruebas de violación sistemática de Derechos Humanos por las Fuerzas Armadas en Colombia, le recomiendan a la Secretaria de Estado, Condolezza Rice, descertificar al país. En particular, por información de ejecuciones extrajudiciales a manos de militares, ya abrumadoras entre 2005 y 2007. No frenaron la ayuda: la redistribuyeron, ignorando a los batallones denunciados.

El entonces ministro de defensa, Santos, actuó de inmediato: destapó el escándalo. Contra la voluntad del general Montoya, destituyó a 27 altos oficiales. Creó controles en las brigadas. Diseñó nuevos protocolos de levantamiento de cadáveres. Introdujo instrucción de Derechos Humanos en las Fuerzas Militares. Y cambió la doctrina: contra la de su predecesor, Camilo Ospina, ordenó privilegiar capturas y desmovilizaciones, no cadáveres. Si como ministro le quedaron baches que invoquen responsabilidad política, el hoy presidente Santos deberá explicarse con entereza ante el país. Y, en vista de la paz, bien supremo que ha comprometido sus afanes, tendrá que perderles el miedo a Uribes, Londoños, Mariafernandas, Ordóñez y ciertos militares retirados, maniáticos todos de la guerra ahora enredados entre los palos de su propio invento.

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