Padre Llano: “me amordazaron”
Pocas veces había mostrado tanta debilidad la Iglesia. La censura que le impuso en 2012 al padre Alfonso Llano, teólogo eminente, por exaltar la humanidad de Jesús y de María, desnudó de un tirón el pánico ancestral de esta institución a la herejía. La iglesia de Roma compacta a sus fieles por el dogma e impone sus verdades con energía invencible desde arriba. Como dicta en los ejércitos su autoridad el general. Y no tiene alternativa. Sabe que su supervivencia emana de mantenerse unida; su cohesión y su poder, de apretar con puño de hierro al disidente. Anclada para siempre en los meandros oscuros del Medioevo (no en sus fulgores), lo mismo persigue hoy al padre Llano que ayer, en la apoteosis de la Inquisición, a otro librepensador, el padre Miguel Servet.
Al celebrar esta semana su cumpleaños número 90, recordó Llano sin ambages que el director General de los Jesuitas y el arzobispo de Bogotá le habían amordazado y hurtado la libertad constitucional de escribir. Fue ésta, según el propio sacerdote y escritor, la admonición final de los guardianes de la fe. Lo acusaron primero por acoger la teoría de la creación evolutiva, que disuelve el mito de Adán y Eva. Luego, por defender el derecho de la pareja a regular la natalidad y a emancipar su sexualidad del deber desapacible de la procreación. Tercero, por defender el derecho del católico a darle a su conciencia prelación sobre algún mandato de la Iglesia. Y, colofón final, la dura pena del silencio “por intuir una verdad”: que Jesús fue hijo de esposos unidos corporalmente, María y José; que de esa unión hubo varios hermanos y hermanas. Para no mencionar su justificación del buen morir y del celibato como opción libre del sacerdote.
Quién dijo miedo. Adolfo Nicolás, capo di tutti capi de los jesuitas, le ordenó sepultar su vocación de escritor, lo privó de su libertad de palabra y le exigió guardar silencio. Monseñor Falla, Secretario de la Conferencia Episcopal, sentenció: “el padre Llano ha perdido el horizonte y dejado de lado la fe que se pregona en la Iglesia desde sus inicios, al negar la virginidad de María (y) poner en duda la divinidad de Jesús”. Monseñor Gómez, obispo del Líbano (Tolima), lo sindicó de incurrir en delito de herejía al cuestionar un dogma no negociable del clero.
Siglos ha, en otras latitudes, un acontecimiento entre miles de su especie, resultaría premonitorio: acusado por la Inquisición española y finalmente incinerado por Calvino, Miguel Servet pagó con su vida la osadía de negar el dogma de la Santísima Trinidad. Inquisidores de iglesias rivales, un factor poderoso los unió, no obstante, en este crimen: su odio al sacrílego, al disidente, al humanista. Y el peligro de perder la identidad fundiéndose con el enemigo, pues era el dogma trinitario el único muro que separaba a cristianos, musulmanes y judíos, cuando acercar iglesias, culturas y pueblos era ideal del Renacimiento.
Torquemada, el gran inquisidor español, no ha muerto. Sigue su impronta haciendo estragos en cada baculazo cardenalicio. Pero tal vez en todo esto no haya más que miedo. Miedo, providencial, en el rebaño que se pliega dócil al absolutismo de Roma. Miedo de la jerarquía a la desintegración de la Iglesia entre una baraúnda de ideas encontradas, como sucede a toda institución dogmática que rehúye el pluralismo de la modernidad. Miedo del censor que acalla, a gritos contra el otro, todo presentimiento de su más íntima fragilidad humana. Miedo a fracturar su representación monolítica del mundo y de sí mismo. Por arrogancia, pero también por miedo embozalaron al padre Llano. Cuanto más grita, más acusa la Iglesia su endeblez.