Partidos en barrena
Mientras la ultraderecha y la izquierda sufrían derrota clamorosa, prevaleció este domingo la componenda sin principios, infestada de delitos electorales, entre partidos anarquizados. 90% de los elegidos a alcaldías y gobernaciones venía por coalición pactada entre partidos disímiles, sin tocar ideas ni programas. Antioquia golpeó sin compasión a su ídolo, el expresidente Uribe, eligiendo gobernador y alcalde entre sus contradictores. En el resto del país, no corrió el senador con mejor suerte. . Fue mentís a su descabellada obsesión contra la paz. Bogotá le cobró a Clara López los desatinos propios y del Polo frente a los delitos que el alcalde de su partido protagonizaba. Y castigó en ella a la izquierda, tan torpemente expuesta por la administración de Gustavo Petro.
En estos comicios alcanzaron su apoteosis fenómenos gestados 25 años atrás. El enjambre de negociantes que presumen de políticos para hacerse con transferencias, regalías, presupuestos y contratos en municipios y departamentos encontró su cómplice dorado en la mismísima Constitución de 1991. La descentralización que ella extremó, acicateada por la elección popular de alcaldes, si bien de inspiración democrática, desvertebró los partidos, atomizó la política y concedió a las regiones suficiente autonomía sin controles para que allí medrara el abanico entero de pícaros e ilegales, armados y desarmados. En el pináculo del poder local culminó el narcotráfico su periplo de ascenso, sangre de por medio. Roto el vínculo partidista de la provincia con sus jefes nacionales, perdieron las colectividades su función mediadora entre el centro y la periferia. Aunque policlasistas para votar y elitistas a la hora de gobernar, los partidos habían obrado como integradores de la sociedad. Aun cuando el Frente Nacional diluyó por amancebamiento sus ideologías. Ahora transitaban de confederaciones de caciques regionales alrededor de un jefe nacional hacia agregados inorgánicos de gatas, avivatos, contratistas y delincuentes movidos por el imperativo de asaltar el presupuesto municipal. En Yopal ganó un candidato preso; en Valle, Guajira, Córdoba y Caquetá, figuras no menos oscuras.
Por supuesto, no fue ese el propósito de los constituyentes del 91. Pero, fascinados en la sonoridad de su propio discurso contra el clientelismo y la corrupción, quisieron hacer borrón de partidos tradicionales y feudos podridos, y cuenta nueva de ciudadanos plenos –sus votos inmaculados, independientes, ilustrados– dueños por fin de su destino. E introdujeron en la Carta el neoliberalismo, cuya enseña privatizadora trocó la función social y empresarial del Estado en contratos de salvaguardas ridículas con todos los Nules que en Colombia han sido. Entonces la corrupción alcanzó cotas que el Estado más venal soñara jamás. Modesta resulta la que Turbay Ayala legitimó, doctrina fundacional para una vasta porción de candidatos con prontuario, y desbarrancadero de los partidos.
Aquella ideología ambientó el revolcón de César Gaviria, cuya bienvenida al futuro se resolvió, por ironía de la historia, en involución. Hoy padecemos las secuelas de la fracturación de los partidos; y de una descentralización audaz en país premoderno, impuesta sin el instrumental que evitara la dislocación del sistema político y administrativo. Para sanear los partidos no había que destruirlos sino reformarlos; y blindar a los nacientes contra las taras de la política tradicional: con democracia interna forzosa en las colectividades políticas y estatuto de oposición, para comenzar. Una luz al final del túnel: la edificación de un nuevo país en el posconflicto conllevará la confrontación –sin armas– de ideas y programas emanados de la derecha, la izquierda, el centro y el movimiento social. Tamaño desafío sacaría de su postración al Polo y al Centro Democrático, y renovaría el sistema político y de partidos con el retorno feliz de las ideologías.