¿Privatizar o estatizar?
Ni lo uno ni lo otro, cuando el dilema se abre como dogma universal e inapelable. Pero si a privatizar tocan, una cosa será vender la empresa de licores del Tolima, diga usted, y otra, sustancialmente distinta, feriar bienes estratégicos como Isagén o la ETB, según anuncia el alcalde de Bogotá. En este caso, más allá del imperativo de rentabilidad que le permite a la empresa –pública, privada o mixta– sobrevivir y competir, un criterio adicional entra en juego: no se subordina la rentabilidad social al lucro particular. Tras cinco amargos lustros de involución al capitalismo despiadado del siglo XIX, la democracia de nuestros días rescata uno de sus principios fundacionales: no entrega el Estado al interés privado la infraestructura del desarrollo. Porque transporte, vías, energía, telecomunicaciones, suministro de agua y salud son andamiaje del bienestar colectivo y cimiento del futuro como país. Y, en manos de negociantes, pueden periclitar.
Nadie igualaba la visión estratégica de Isagén en energías limpias. Mas se le entregó la empresa a una banca de inversión extranjera que no desarrollará energías alternativas ni expandirá la empresa hacia las regiones. Soltó el Gobierno las amarras ambientales, sociales y ecológicas de Isagén. Dijo que invertiría los $6,4 billones en carreteras. Pero éstos se volverán crédito público cargado de riesgos financieros, a favor de multimillonarios como Sarmiento Angulo, que construirán carretas con la plata del Estado y acapararán todos los beneficios. Podría asimilarse esta gabela a los llamados anticipos en tiempos de los Nule. Tiempos aciagos de corrupción catapultada por la impoluta empresa privada.
Y es que privatizar no es apenas pasar a manos de particulares la propiedad pública. Es también confiarles funciones y proyectos del Estado mediante normas de contratación escritas a vuelapluma cuando el delirio del mercado alcanzaba su clímax, y su más alto pedestal, el mercader. Revela Arturo Charria que el de Transmilenio fue pésimo negocio de Peñalosa (El Espectador, I, 6). “Por cada $100 que entran al sistema –escribe– el operador privado se lleva $95”. Transmilenio es panacea de los privados: la ciudad corre con todos los gastos y debe contentarse con un mísero 5%. Y ahora quiere vender ETB, en pleno auge financiero de la empresa y cuando ésta despliega su mayor capacidad de innovación tecnológica para competir de tú a tú con las multinacionales.
Para Jorge Iván González, la disyuntiva no se dirime entre privatizar o estatizar, sino entre regular y estatizar. La regulación alcanza, sí, para controlarle calidad y tarifas al privado; pero no transforma su finalidad de lucro particular en propósito de interés general. Verdad es, como él postula, que la eficiencia depende más de la competencia que de la propiedad. Mas, vuelve la pregunta que nos inquieta: qué destino darle al lucro que deriva de la eficiencia, ¿sólo el bolsillo del empresario, o también y, sobre todo, el beneficio social de reinvertir en desarrollos de largo aliento? Asevera González que el sistema de salud fracasó en Colombia por falta de regulación. Claro que sí; pero, de bulto, porque su mercantilización sustituyó el principio de la medicina preventiva y de salud pública, por la racionalidad eminentemente lucrativa de la curación. Y porque olvidó que el de la salud es un derecho fundamental.
El Consenso de Washington se nos impuso en los noventa gracias a que magnificó las fallas del Estado de bienestar. Ahora se alista una nueva ola privatizadora justificada en la torpe defensa de lo público de Gustavo Petro. Pero lleva las de perder. El rechazo casi unánime a la venta de Isagén marcó la pauta para los días por venir.
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