¿Paz sin partidos?
Absurdo imaginar que un demócrata como el padre Francisco de Roux quisiera favorecer la causa uribista. Pero su propuesta de marginar a los partidos políticos del poder local en el posconflicto, entregando los recursos de la paz a etnias, líderes, universidades y empresarios podrá ser un salto al vacío que sólo sirva al autoritarismo. Como al autoritarismo sirvió la ficción de democracia directa que la Carta del 91 introdujo, y cuyo único beneficiario fue Álvaro Uribe, en sus ocho años de caudillismo, corrupción, violencia, persecución a las Cortes y al disidente político. Llegado al poder con la bandera de la antipolítica, gobernó él a sus anchas sobre una sociedad desorganizada, aborregada en su debilidad y en el miedo, pasto de demagogia. Y, pese a que ella se expresa ahora con más ímpetu, frágiles son sus organizaciones, cuando no cooptadas por la contraparte. Peor aún, aquello de marginar a los partidos para reconstituir el poder territorial alrededor de intereses gremiales es reminiscencia del corporativismo fascista de Mussolini y Oliveira Salazar.
Claro que De Roux interpreta el hastío de los colombianos con partidos que proceden como salteadores de caminos y vehículo de criminales hacia las posiciones de mando y control de los recursos públicos. Malestar manifiesto en foro sobre construcción de la paz territorial, donde arrancó aplausos el sacerdote. Pero no es suprimiendo los partidos como se camina mejor hacia la democracia, ni negando, de paso, el advenimiento de nuevas asociaciones políticas llamadas a renovar las elites del poder.
Será una reforma política la que les imponga democracia interna y controles; abra el abanico del sistema; limpie de delitos las elecciones; y reglamente un estatuto de oposición que dé carta de ciudadanía a la idea liberal, a la idea conservadora, a la idea socialista, al conservadurismo ultramontano. Al pluralismo. Que les permita a las Farc trocarse en partido, no bien abandonen las armas. Que le permita al Centro Democrático consolidarse como partido no bien rompa su ambigüedad entre la legalidad y su llamado a la rebelión, cuyo destinatario natural sería, entre otros, el paramilitarismo revitalizado y andante. Y será el primer interpelado por Paloma Valencia, pues ya él había canalizado mares de votos, motosierra en mano, para la elección de Álvaro Uribe y de los cien parapolíticos que fueron su bancada en el Congreso y hoy pagan cárcel.
Destaca Humberto de la Calle dos elementos del cambio que se avecina. Primero, la apertura cobijará a todas las fuerzas políticas. Segundo, la comunidad concurrirá al poder local mediante democracia directa que le garantice a la vez participación y capacidad decisoria; singularmente en mesas de concertación de los planes de desarrollo. Se trata de permitir la expresión de los movimientos sociales, no sólo de los partidos políticos. Para Sergio Jaramillo, el modelo de paz territorial dará voz a la gente y fortalecerá las instituciones del gobierno local, incorporando el nuevo ingrediente de la participación, con procesos y reglas del juego formalizados.
Ricas enseñanzas deja este modelo socialdemocrático que concierta políticas y planes entre el mandatario elegido democráticamente por un partido y los grupos de interés y organizaciones de la comunidad. Mas lo primero será fortalecer las organizaciones sociales, protegerlas, rodearlas de garantías; depurar los partidos, democratizarlos, reformar el sistema electoral y lograr el sueño de la paz: que ningún político vuelva a disparar contra su adversario. Riesgo a la vista si al poder torna un Mesías por el camino de una institucionalidad territorial “no política”, como lo pregona el padre de Roux.