¡No más guerra!
A la inminente finalización del conflicto armado opone Álvaro Uribe una resistencia que, librada a su suerte, podría derivar en baño de sangre. En tan extrema reacción contra la paz menos imperfecta negociada en 20 años en el mundo, parecen presionar, sobre todo, tres factores no cantados. Primero, sin guerra se marchita el poder del notablato más beligerante en las regiones, autoproclamado uribista. Segundo, la reforma rural pactada daría tierra y apoyos al campesinado, restitución comprendida. Anatema para especuladores con tierras, despojadores de predios, latifundistas y ganaderos improductivos, impetuosa avanzada de la extrema derecha. Tercero, el Acuerdo Especial que brinda seguridad y estabilidad a la agenda pactada en La Habana descarta la convocatoria de una constituyente y, con ello, la posibilidad de revivir la reelección del expresidente. Golpe cruel al delirio de poder.
El llamado del uribismo a resistencia civil ―primera en la historia concebida contra un anhelo mayoritario de paz después de 300 mil muertos y 30 mil desaparecidos en la guerra más prolongada de Occidente― interpela a una gama variada de colombianos. A una porción sustantiva de la sociedad que sigue con fervor las tesis ultraconservadoras del senador y su versión infantilizada -manes de la propaganda- del proceso de paz: éste sería la entrega de la patria a la guerrilla. Convoca a las víctimas de las Farc que cabalgan todavía en el odio legítimo del caudillo hacia ese grupo armado. Mas, si no circunscribe con celo sus acciones a la legalidad, podría esa resistencia interpelar también al neoparamilitarismo, brazo armado de las mafias de narcotraficantes, ganaderos, empresarios, funcionarios y políticos que medran en la guerra, no en la paz. Aguerridos conmilitones de la ultraderecha, extienden ahora su apoyo a los ejércitos antirrestitución de tierras.
El alegato contra el margen de impunidad que la justicia transicional concede pinta más como pretexto movilizador del que siendo presidente se excedió en larguezas con los miles de paramilitares “desmovilizados”. Si extraditó a sus jefes fue porque empezaban éstos a comprometer en sus confesiones a prestantes autores intelectuales y responsables políticos de sus crímenes. Tampoco convence su coartada de fungir como enemigo de la negociación de paz, mas no de la paz: querer imponerle rendición a una guerrilla con la que se negocia justamente porque no fue derrotada es dinamitar la mesa de diálogo; y lograr, por esta vía, que vuelvan todos a las andadas de la guerra.
Empotrado en el infundio de la entrega del país a las Farc, escribe el ganadero y dirigente uribista Lafaurie: “La reforma Rural Integral de La Habana deja ver las expectativas de control territorial político de las Farc en el posconflicto, que dé continuidad al control territorial armado que hoy ostentan. La restitución ha sido permeada por esas expectativas” (El Tiempo, 4, 25). Pero sabe, como lo recuerda el exministro Juan Camilo Restrepo, que el acuerdo rural busca profundizar el desarrollo agrario y los mecanismos de acceso a la tierra; que “no entraña peligro para la propiedad privada, el Estado de derecho o las tierras bien habidas”. ¿Habrá también resistencia contra un cambio mínimo en el campo? ¿Será cívica, desarmada?
Uribe está en su derecho de oponerse a la paz. Pero también en el deber de preservar su resistencia civil de cualquier incursión en ella de la derecha armada, chispa que podrá encender la pradera. Y ojalá entienda que la mayoría de colombianos reivindica el derecho a la paz que la Constitución consagra y ya reclama a voz en cuello: ¡no más secuestrados, no más desplazados, no más desaparecidos, no más muertos, no más guerra!