Pícaros degradan la libertad religiosa
Un enjambre de iglesias que se autoproclaman cristianas para poder consagrarse al despojo de incautos desdibuja un logro extraordinario de la Constitución del 91: tras cien años de Estado confesional católico, la libertad de cultos. Islamistas, budistas, taoístas, judíos, protestantes, cristianos ortodoxos, evangélicos, pentecostales se expresan ahora sin bozal en el país del Sagrado Corazón. En ejercicio de pluralismo que antaño fuera pecado, decenas de confesiones medran hoy entre las 5.600 entidades religiosas con personería en Colombia. Pero este florecer en libertad parece sofocarse bajo el ruido de la liturgia y las audacias mercantiles de muchas iglesias cristianas, no de todas, que nacen en garaje y, a poco, son manzana. O coliseo. Como la Iglesia de Dios Ministerial, en cabeza de doña María Luisa Piraquive, célebre por haber quedado sus finanzas en paños menores: riqueza habida mediante exacción a la grey y delitos que la justicia penal investiga. Gracias, también, al poder que emana de oficiar a un tiempo como iglesia y como partido bajo la divisa de “un fiel, un voto”.
Explosiva aleación de religión y política que países como México y Argentina prohíben. Mas no Colombia, donde fue baluarte de una jerarquía católica eficientísima en poner y quitar presidentes; y no menos activa en las conflagraciones entre partidos, que adquirieron así ribetes de guerra santa. La última, la Violencia de mediados del siglo pasado. Acaso por prurito de imitación, alternan aquellas iglesias cristianas la palabra sagrada con la consigna electoral y con un esmero ejemplar para acopiar óbolos y donaciones y diezmos impuestos a la feligresía. Ejemplo ominoso, el de la pastora Piraquive, terror de sus ovejas que osen negarle el diezmo o el voto. Con los dineros del culto habría adquirido su familia propiedades por más de 13 millones de dólares. La Fiscalía la investiga por presunto enriquecimiento ilícito, lavado de activos, estafa y abuso de confianza al forzar la entrega de bienes y donaciones a su iglesia. Pastorcitas como esta pululan en el país y degradan una conquista esencial de la democracia, la libertad religiosa.
De otro lado, en abierta rebelión contra el Estado laico que la Carta del 91 consolidó, más de un líder de iglesia cristiana aboga por subordinar el poder público a sus particularismos religiosos. El pastor Edgardo Peña, verbigracia, protesta contra “una especie de fanatismo laico [y una] liberalización desbalanceada del pensamiento en quienes orientan la opinión o detentan el poder político”. Y, en involución a la educación confesional que ya el Gobierno de Álvaro Uribe había iniciado, invita Peña a “proteger las instituciones educativas que defienden la fe […] de quienes desestiman o incluso aborrecen la moral y los valores extraídos de la espiritualidad genuina”.
Tres siglos y medio tuvieron que pasar para que alumbrara aquí mejor el candil liberal de la Revolución Inglesa: la simultánea instauración del pluralismo religioso y el pluralismo político. Fue el camino para conjurar las guerras de religión que devastaron a Europa, para independizar el poder político que en ellas se jugaba e instaurar el Estado laico, garante del libre juego de iglesias y partidos en la sociedad civil. La Carta del 91 dio un paso de gigante en esa dirección. Liberó al país de concordatos con la Santa Sede que lo acercaban a una teocracia. Lo que no evita, por supuesto, intentonas de acá y de allá, de los Ordóñez y los Peña, por volver a las cavernas de la Regeneración. Se impone la defensa del Estado laico y de su corolario natural: la libertad de credos y liturgias, hoy desnaturalizada por pícaros que fungen de pastores.