El voto, o más poder político a los militares
La paz empieza por el desarme de las extremas –a izquierda y derecha–; pero también por la despolitización de las Fuerzas Armadas. El voto que ahora se ofrece a los uniformados no hará sino ampliar la enormidad de su poder político. No en el sentido insigne de defender la Constitución, los derechos de todos y las fronteras patrias, sino como instrumento de partido, de elites que han prevalecido en el sojuzgamiento de la oposición y de las mayorías. El viraje operado en los últimos años por adscripción al bien supremo de la paz, es todavía primer giro de timón. Aunque un general Flórez, héroe de mil batallas capaz de sellar con honor en La Habana la desmovilización del enemigo, es muestra de un sentir que se abre paso en el seno de la oficialidad, setenta años consagrada a hacer política. Abierta o veladamente. Así se le tenga por no deliberante.
Ocurre desde mediados del siglo XX, cuando Ejército y Policía perdieron su neutralidad como soportes del Estado, para ponerse al servicio de un partido: el de los presidentes Mariano Ospina y Laureano Gómez, ilustres animadores de la Violencia. Luego, durante treinta años de Frente Nacional, se redujeron las Fuerzas Armadas a herramienta del curubito bipartidista que vio en la modesta insurgencia marxista pretexto para descalabrar toda disidencia legal, toda manifestación del movimiento social. Bajo la divisa descarnadamente política del anticomunismo. Hasta su alianza con el narcoparamilitarismo (y su brazo político), que repintó de antisubversivo el ascenso sangriento de aquellos sectores al poder. La subordinación de los uniformados al poder civil, que Alberto Lleras pidiera para asegurar la independencia del cuerpo armado, se resolvió en subordinación a los dictados de una minoría insolente.
Por largo tiempo medró la idea fascista que desencadenó la violencia liberal-conservadora: aquella de supeditar la acción civil a la acción militar. Juan Carlos Palou señala tres hechos derivados del Gobierno de Gómez que habrían cambiado el perfil de la institución armada. Primero, el recurso al Ejército para enfrentar la rebelión de los Llanos –más política que armada– contra la rabiosa hegemonía del conservatismo. Segundo, el envío del batallón Colombia a la guerra de Corea contra la “amenaza comunista”, preludio del enemigo interno que nuestra oligarquía magnificó para seguir reinando sin soltar pizca de poder. Tercero, el Gobierno de Rojas Pinilla, espectáculo de protagonismo militar en la política. El Frente Nacional prolongaría aquel festival de charreteras al entregarle al Ejército el control del orden público y del estado de sitio: se militarizó el conflicto social. Desaparecida la competencia entre partidos, las Fuerzas Armadas llenaron, deliberantes, el vacío.
Quiso la Carta del 91 devolverle al poder civil el manejo del orden público. Pero la alianza de militares con el paramilitarismo, que decía luchar contra el terrorismo, fue política de Estado. Y la Policía perdió su condición de cuerpo civil para derivar en institución armada de corte militar adscrita al ministerio de Defensa. Agente de represión política, terminó involucrada en el conflicto armado y olvidó su condición de protectora del ciudadano.
Bienvenida la reforma militar que el Gobierno anuncia. Se filtran ya cambios en las Fuerzas Armadas que auguran replanteamiento en su organización y doctrina. Pero mientras éste no se depure en la reconstrucción del país; mientras sobreviva en oficiales la añoranza de prerrogativas políticas largamente disfrutadas, ajenas a la función constitucional del cuerpo armado, devolverles a los militares el derecho al voto resulta prematuro. Y contraproducente.