¡Adios a la guerra!
Se cumplió el sueño dorado de tres generaciones de colombianos: la desaparición de las Farc, abultado factor del conflicto que nos deja 300.000 muertos. Es el fin de la guerra. Hace cuatro años, cuando en Oslo esa guerrilla se proclamó víctima siendo victimaria, parecía una quimera el acuerdo que hoy registra el país emocionado. He aquí que la insurgencia más longeva del hemisferio, eco apolillado de la Guerra Fría, depone las armas, se pliega al Estado burgués y a su justicia, deviene partido legal y suscribe un programa de reformas liberales, no socialistas, acalladas durante un siglo por el estruendo de la conflagración. Abrirán ellas el cambio que rescate a Colombia de la premodernidad. Otras propuestas se liarán también en la arena de controversia sin fusiles que la democracia ofrece a todos.
Excusa providencial de las derechas armada y desarmada para acorralar a los demócratas y al movimiento social, contribuyeron las Farc a su pesar a hacer de Colombia el país más conservador y violento del continente. Sobre sus lomos cabalgó, particularmente en los tres últimos lustros, una derecha montaraz forjada con esmero como antónimo de las Farc. Temerá la cabeza del Centro Democrático que con el fin del grupo armado se esfume a su turno la identidad del uribismo. Y tal vez ello explique su obsesivo boicoteo a la paz. Hasta sellarlo, para estupor del mundo entero, con campaña por el No al acuerdo suscrito. Sabiendo, como requetesabe, que, de ganar su opción, el desenlace inevitable será volver a la guerra. Encaramado en la legítima inconformidad de muchos con las penas moduladas que se aplicarán a las Farc y con su ingreso en la política, el uribismo magnifica lo menos (privación de libertad sin barrotes) y omite lo más (el insospechado horizonte que se ofrece a la edificación de una Colombia más justa y en paz). Una brecha creciente se abre entre muchos que denostan de las Farc pero harán prevalecer su anhelo de paz, y aquellos que, situados en el vórtice más extremo de la derecha, prefieren la guerra.
Entre otros, elites agrarias que se han impuesto a sangre y fuego y cuya última acometida fue la contrarreforma agraria de años recientes. La reforma rural que encabeza el acuerdo de La Habana busca apagar el motor de esta guerra degradada hasta la insania. Y toca, por lo mismo, el interés de viejos y nuevos terratenientes que pescaron fundos en el río de la balacera. Desaparecido el enemigo armado, habrán perdido sus ejércitos privados el pretexto “político” para defender, fusil en mano, las tierras usurpadas. Ya despliegan campaña por el No.
En su pronunciamiento contra el acuerdo de paz –ruda deformación de los hechos– califica Álvaro Uribe el primer punto como “demagogia agrarista que busca la colectivización del campo […] así empezaron Castro y Chávez”. Pero según el texto del acuerdo, este se propone entregar tierra al campesino que la necesita y formalizar títulos, con respeto riguroso de la propiedad privada y de la ley. La estrategia fomenta la economía campesina, moderniza la producción en fundos pequeños y grandes y actualiza el catastro para que todo el mundo pague impuestos a derechas.
Si cambios apremian para suprimir las causas de la guerra, no serán los de una revolución socialista, sino los de la revolución liberal largamente engavetada. Transformaciones que hoy tendrán fisonomía socialdemocrática adaptada a la globalización. El CD podría reinventarse ante esta nueva realidad. Para todos, será costo modestísimo de ingreso en meandros de civilización. Y su preámbulo completa hoy el día uno con silencio definitivo de fusiles. Para completar la tarea, decir Sí al imperativo moral de ahorrarnos otros 300.000 muertos.