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Castrochavismo posplebiscito

Ganaron el odio a las Farc y la ficción aquella de que el voto por el Sí sentaría al punto a Timochenko en la silla presidencial, e implantaría el castrochavismo en Colombia. Ganó el expresidente Uribe silla primera en una eventual renegociación de paz. Ganó el Centro Democrático posibilidades ciertas de disputarse la presidencia en 2018. Ganó espacio la contrapropuesta de la ultraderecha al programa de cambio rural y ampliación de la democracia que el acuerdo de La Habana incorporaba. Reformas capaces de desactivar la bomba social que reverbera en la desigualdad sin esperanza y es caldo de cultivo para cualquier solución heterodoxa. Si logra esa fuerza política imponerse contra ellas, le habrá despejado el camino al castrochavismo. No son los Rodrigo Londoño, Timochenko ayer, quienes puedan encarnar esa amenaza. Esta se sazona es en la impaciencia del país vejado en la injusticia, hoy en rebeldía contra el miedo que lo paralizaba. Un proyecto tal en cabeza de su único doliente, el partido de las Farc con 4% de favorabilidad política, no tiene porvenir. Además, no pega aquí el castrochavismo que germinó en las particulares condiciones de Venezuela.

El No, opción que una dirigencia de extrema derecha vendió como panacea para la patria, niega el cambio democrático y gradual que Colombia pide a gritos, y propicia así un estallido social que desemboque en el régimen de marras. Con pretexto de amenaza marxista, exacerbó el uribismo el imaginario anticomunista de la Guerra Fría, en esta democracia de mentirijillas que lo mismo elige al brazo político del narcoparamilitarismo que le niega, inflexible, un espacio a la opción socialista que discurre en la legalidad.

Es que la sociedad se despabila. A la voz de paz y democracia, tras una vida de sufrimiento y rabia contenida, renace, verbigracia, el movimiento campesino, tras el aplastamiento de la ANUC. Y otra sacudida emblemática: la población LGBTI da la cara, conquista en pocos años todos sus derechos; y se deja representar en el coraje de dos parlamentarias y dos ministras que se presentan ante el mundo como pareja. Viene esta comunidad de ser blanco de limpieza social, vergonzoso método de profilaxis en sociedades enfermas. Logros impensables en un país donde un pastor cristiano denuncia la llegada del Anticristo vomitando desde La Habana lenguas de fuego para imponernos una dictadura gay; donde otros de su estirpe amenazan con cambiar la Biblia por el fusil, si gana el Sí a la paz.

Claro que las Farc ponen la mira en el castrochavismo; pero no hay con quién. La ventaja es que este reto forzará al resto de partidos a definir nítidamente sus propuestas. Para la izquierda democrática, una eventual alianza con el de las odiadas Farc podrá ser el abrazo del oso. Por otra parte, no podría replicarse a pie juntillas aquel modelo en Colombia, como lo señala Juanita León. No hay aquí mito fundacional en cabeza de un héroe histórico: Tirofijo no es Simón Bolívar. Ni cuenta nuestra izquierda con un caudillo capaz de llenar el vacío de la vieja política, ahogada en corrupción. Peor aún, más antipatía despiertan las Farc que los partidos tradicionales. Y con Cuba no se cuenta, como contó Chávez, porque ahora Raúl Castro liba mojitos con Obama. Para rematar, la imagen de una Venezuela que se desmorona no invita a suscribir su Socialismo del siglo XXI.

Pero si, envalentonado con el triunfo del No, concurre el uribismo al gran pacto nacional por la paz que el Presidente Santos convoca, para desmontar las reformas acordadas en La Habana, habrá creado esa derecha las condiciones para una deriva castrochavista. No está el palo para cucharas de ninguna iglesia, menos aún la de la nomenclatura venezolana.

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