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El modelo Uribe

Se resquebraja en la renegociación del Acuerdo el pretendido liderazgo de Uribe entre los promotores del No; pero el senador cuenta con ellos para una propuesta de largo aliento. Conforme se difunden las reformas de calado liberal y democrático que aquel incorpora, afina él su programa de sabor feudal, en torno al cual aspira a reagrupar las derechas para disputarse el poder en 2018. (No serán de gran calado las coincidencias registradas en sesión con el Gobierno el pasado sábado). Celosos de su propio protagonismo en la hora, Martha Lucía Ramírez, Pastrana, los evangélicos, Ordóñez han marcado en sus encuentros con el Ejecutivo distancia frente a Uribe. Acaso teman, por contera, terminar mimetizados con el extremista que, por salvar el pellejo, pueda reavivar la guerra. Y no sabrían estos cómo responder después ante la historia. Pero una cosa es la clavija, más apretada o más blanda, que calibre sanciones y condiciones de participación política para las Farc, y muy otra, el modelo de país interpelado por la propuesta de La Habana.

Así respetara el nuevo acuerdo los pilares de las reformas rural y política, no cejará el uribismo en batirse por la contrarreforma agraria y los privilegios del estamento terrateniente, hoy engrosado con paramilitares y su brazo político y empresarial en el Congreso y el poder local. Para todos ellos reclama impunidad. Títulos en regla para las tierras arrebatadas al campesino o usurpadas al Estado. Condescendencia de la justicia con uniformados sindicados de atrocidades, antes que puedan cantar. Que le teme Uribe a la verdad como a su propia sombra; por eso quiere eliminar el capítulo de justicia, corazón del acuerdo de La Habana.

Este propone formalizar la propiedad, expropiar los predios robados o adquiridos bajo presión violenta y devolverlos a sus dueños, declararles a narcos extinción de dominio y rescatar los baldíos tomados por asalto. Pero Uribe va por titulárselos a “ocupantes de buena fe” y legalizar a segundos “ocupantes de buena fe” en tierras adquiridas con sangre. Más aún, apunta contra la legislación vigente, que rige desde mucho antes del acuerdo con las Farc. Quiere tumbar la ley de baldíos; revertir la de restitución de tierras; desconceptuar la extinción de dominio por burla a la ecología, y la expropiación administrativa por razones de utilidad pública o interés social. Sus proyectos de recuperación de baldíos y antirrestitución denuncian nostalgias de algún señorío de zurriago y motosierra.

Punto aparte merece la actualización del catastro rural, al que conjuró Uribe siempre con un vade retro Satanás. Y dice ahora que el catastro sólo serviría para violar la propiedad privada. La verdad es que establecería quién es propietario de cuál predio, sea particular o del Estado, y para qué lo usa. Y, horror, pondría por vez primera a tributar al latifundismo.

Ni hablar de la reforma política, enderezada a ampliar la democracia y la participación. Pues Uribe se opone a cobijar al partido de las Farc con el estatuto de oposición. A reducir el umbral a los partidos pequeños o nuevos, es decir, que sólo puedan hacer política los que la hacen hoy. Que acaparen, también ellos, las curules transitorias de paz. Y repudia la participación ciudadana. Ya lo veremos descalificar los cabildos abiertos que despiertan en defensa de la paz. Sólo le sirven los consejos comunitarios que se copió de Fujimori.

Consenso nacional de paz no habrá. Porque Uribe apunta al modelo policivo y cavernario que ya Colombia le padeció y sólo puede exacerbar la guerra. Lo que no obstruye una eventual confluencia de las derechas alrededor de esa propuesta. Si es que todas la suscriben, reconstruída, como parece, sobre el veto a la paz.

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